Hace tiempo que no me prodigo en reuniones sociales, de salir con gente, amigos o conocidos. Poco a poco las he ido descartando, he ido apartándome de forma silenciosa del hecho de llamar y quedar con gente. Y esto no ha sido una elección consciente y premeditada. No. Simplemente ha ido surgiendo. El día a día me ha ido llevando a una vida más sosegada, más tranquila y más de disfrutar de mi propio tiempo. Si me sigues o me lees habitualmente ya habrás leído cartas mías donde hablo acerca de habitar el tiempo. Es algo fundamental en mi vida.
Y es que estamos en un mundo donde socializar parece ser lo establecido, lo esperado, lo correcto, y casi lo obligatorio; pero hay quienes no encajamos en esa coreografía de palabras. No es que no sepamos bailar, es simplemente que no nos interesa la música que suena. Lejos de encontrar alivio en la charla ligera, nos sentimos atrapados en un teatro de gestos huecos, en un intercambio de palabras que no buscan comprender ni ser comprendidas. Para nosotros, las conversaciones vacías no son solo aburridas: son drenantes, son una fuga lenta e invisible que nos roba energía, tiempo y alma.
Hay quienes eligen hablar por hablar, como quien enciende la radio para no sentirse solo. Otros eligimos callar. Pero no es un silencio de pobreza, no es un silencio de quien no tiene nada que decir. Es un silencio digno, rebelde si se quiere, un silencio que nace de la decisión de no fingir. Porque mientras algunos se esmeran en rellenar los huecos con palabras al azar, otros preferimos dejar esos huecos abiertos a la reflexión, sinceros, honestos.
A mi edad ya tengo meridianamente claro que conversaciones sobre fútbol, política o religión no llevan a nada bueno. Ruido y más ruido. Echo de menos conversaciones reflexivas, de las que aprendes cosas nuevas, de las que alimentan el pensamiento. En alguna ocasión, en medio de una conversación trivial, me ha asaltado la pregunta: «¿Qué estoy haciendo aquí?». Y esa pregunta es un pequeño acto de rebeldía, una muestra del sinsentido del momento. Puede que mi cuerpo siga presente, puede que sonría por educación, por cariño, por respeto. Pero mi mente, mis pensamientos, ya han emprendido el viaje de regreso a casa.
Lo que para muchos es una distracción social, una manera de matar el tiempo, o una manera de divertirse, para mí es simplemente eso: una distracción. Pero no cualquier distracción. Una que consume lo más valioso que poseemos: nuestro tiempo. Ese tiempo que podría haberse gastado en la lectura de un buen libro, en la escritura de una idea que pugna por nacer, en la contemplación de una tarde observando al sol cayendo sobre los tejados, en la simple y grandiosa tarea de estar a solas contigo mismo, sin culpa ni excusa.
¿Es esto tan difícil de entender? ¿En serio? ¿Por qué no se respeta esa forma de entender la vida?
En un mundo donde las palabras son moneda de uso diario, donde el discurso es mercancía y el eslogan sustituye a la reflexión, optar por el silencio es, muchas veces, un acto incomprendido. Una especie de herejía contra la obligación de estar siempre disponible, siempre opinando, siempre comentando, siempre conectado.
Vivimos tiempos en los que se confunde presencia con participación, hablar con aportar. Se celebra la velocidad del verbo, la inmediatez del comentario, el ingenio fugaz del chiste rápido. Y sin embargo, hay quienes saben que no todo pensamiento merece ser pronunciado, que no toda emoción necesita ser compartida, que no toda pregunta reclama una respuesta. Hay quienes entienden que el silencio es también un lenguaje, uno mucho más difícil de aprender y, sobre todo, de respetar.
Yo elijo el silencio antes que el ruido.
El silencio no es vacío. Es espacio. Es pausa. Es el lugar donde las palabras verdaderas se toman su tiempo para aparecer. Es ese terreno fértil donde germina la reflexión, donde la mente se ordena, donde el alma respira. Callar, para los que pensamos así, no es renuncia: es elección. Una elección consciente de no alimentar la confusión, de no abonar la superficialidad.
El estoicismo, filosofía que practico, esa vieja escuela de serenidad y coraje, ya lo advertía con claridad. Séneca, en una de sus cartas, decía: «Gran parte del habla consiste en decir cosas innecesarias; piensa cuántas veces uno podría haber permanecido callado sin perder nada». Qué lejos estamos de esas palabras, y qué cerca (creo) deberíamos estar.
Pero optar por el silencio es pagar un precio. Porque el silencio incomoda. Inquieta. El que calla en medio de la fiesta, el que no aporta su dosis de cháchara, el que se sienta a escuchar en lugar de competir por el turno de palabra, es visto con desconfianza. ¿Será soberbia? ¿Será timidez? ¿Será rareza? Qué difícil es para muchos aceptar que, a veces, el mejor modo de estar es simplemente estar. Sin más.
Tendemos a «etiquetar» lo diferente, pero no tratamos de entenderlo. Hay una violencia sutil en la imposición del diálogo banal. Como si el hecho de no participar fuera una especie de desprecio. Como si la autenticidad tuviera que justificarse. Pero quienes alabamos el valor del tiempo, quienes hemos aprendido a cuidar su energía, sabemos que hay conversaciones que no merecen ser sostenidas. No por desprecio, sino por respeto. A uno mismo, primero. Y al otro, después.
Hace pocos días he cumplido un año más en esta vida. Y cada año de más que se me añade es un año menos que me queda también. Por eso me preocupa tanto lo que hago con mi tiempo. Es lo único verdaderamente irrecuperable. Cada minuto que se va, se va para siempre. Y sin embargo, qué fácil resulta regalarlo, entregarlo sin resistencia en diálogos que no alimentan, en charlas que no van a ninguna parte. Como si el tiempo no fuera parte de la vida misma.
Marco Aurelio, en sus Meditaciones, advertía con esa serenidad suya que «la mayor parte de lo que decimos y hacemos no es necesario». Y añadía: «Si puedes, elimina estas cosas. Así obtendrás más tiempo y serenidad. Pregúntate en cada momento: ¿esto es necesario?».
Qué lección. Qué desafío. Preguntarse si esta conversación es necesaria. Si esta reunión, esta palabra, este gesto, tienen algún sentido más allá de la inercia de participar. Porque participar sin deseo, sin interés, sin verdadera presencia, es una forma de traición a uno mismo. Es como estar en dos lugares a la vez, pero en ninguno del todo.
No se trata, ojo, de despreciar la compañía, ni de encerrarse en tu propia torre de aislamiento. No se trata de demonizar las reuniones sociales. No hablo de que todas sean banales. Se trata de distinguir. De elegir con cuidado. De saber cuándo una conversación es un puente y cuándo es solo un campo de minas. Cuándo el encuentro es verdadero y cuándo es simplemente una estrategia para no estar a solas con uno mismo.
La soledad no es ausencia de compañía. Es presencia de uno mismo. Hay quienes sabemos habitarla como quien habita su propia casa, sin miedo, sin vergüenza. Es un refugio donde las ideas se ordenan, donde los pensamientos pueden desplegar sus alas sin el ruido insistente de la trivialidad.
Pero claro, todo esto también tiene un precio. Porque en una cultura que celebra la hiperconexión, quien elige el silencio es sospechoso. Quien escoge el aislamiento es juzgado. La sociedad no tolera bien a quien no quiere estar siempre disponible. A quien no responde rápido. A quien no participa del coro. Y sin embargo, es en ese espacio reservado, en esa tierra en calma donde no llegan las voces vacuas, donde el pensamiento encuentra la profundidad que necesita para ser algo más que ruido.
Callar no es negarse al mundo. Es, más bien, elegir de qué mundo se quiere formar parte.
Muchas veces pienso que el silencio no es ausencia de palabras: Es presencia de sentido.
Epicteto, con ese toque de humor que a veces muestra, decía: «Tenemos dos oídos y una sola boca, por lo que debemos escuchar el doble de lo que hablamos». No es solo una recomendación ética. Es una forma de estar en el mundo. Escuchar más. Hablar menos. Y, sobre todo, aprender a convivir con el silencio propio sin miedo, sin ansiedad, sin la necesidad compulsiva de rellenarlo.
Porque el silencio no es vacío: es plenitud. Es la actitud de quien ha comprendido que no todo debe ser dicho, que no todo debe ser mostrado, que hay pensamientos que deben permanecer en recovecos fértiles de la mente, aguardando su momento o, tal vez, destinados a no salir jamás.
Y así, mientras el mundo grita, mientras las voces se amontonan en un bullicio sin tregua, algunos pocos permanecemos en calma. No por indiferencia, sino por una forma más alta de fidelidad: la fidelidad a nosotros mismos.
Elegimos el valor del silencio.
Callamos, sí. Pero escuchamos. Pensamos. Esperamos. No estamos solos: estamos con nosotros mismos.
Y en esa elección, humilde y firme, elegimos también nuestra forma de habitar la vida. No como quien ocupa un lugar a la fuerza, sino como quien cuida un jardín invisible, regándolo con el agua serena del silencio.
Que sigas bien.
Gracias por leer hasta el final.
Gracias por estar. 💜
Que estas palabras te hayan acompañado, aunque sea un ratito.
Con afecto,
Jaime.
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Nota de autor:
Escribo para entender, no para explicar. La escritura es mi forma de pensar en voz baja.
Hola Jaime, ya imaginarás que esta última carta tuya la podría haber firmado yo misma, punto por punto... aunque no podría haberla escrito tan bien como tú. 😅
Te cuento que últimamente, desde que supe que soy una PAS, estoy entendiendo muchas cosas que me vienen pas-ando toda la vida (jeje).
Una de ellas es por qué se me malinterpreta constantemente allá donde voy. Se malinterpreta mi seriedad como hostilidad, mi tendencia a sacar temas más profundos como rareza o directamente locura, y mi silencio como... no sé, supongo que como señal de que estoy tramando un asesinato, o algo. 😄😄
Y mira que las únicas personas que no soléis malinterpretarme sois las PAS. ¿Qué cosa, eh??
Justo ayer vi un video de una chica altamente sensible que hablaba de este tema, y decía que creía que, mientras muchas personas se juntan a socializar por una necesidad de compañía, la mayoría de PAS lo hacemos por una necesidad de *conexión*.
Y claro, ahí se genera una fricción, porque nos juntamos, pero con motivaciones diferentes...
Me hizo mucho sentido lo que dijo esta chica, la verdad. 🤔
Esto de redescubrirse como PAS es un aprendizaje que no se detiene, Jaime... 🙈
Un abrazote para ti. Que tengas una buena semana!
👉🌻
Hola, Jaime. Llegué a tu texto después de leer uno de Clara. Me gustó mucho porque me identifico con todo lo que describís y explicás. Especialmente con esto: "Lejos de encontrar alivio en la charla ligera, nos sentimos atrapados en un teatro de gestos huecos, en un intercambio de palabras que no buscan comprender ni ser comprendidas. Para nosotros, las conversaciones vacías no son solo aburridas: son drenantes, son una fuga lenta e invisible que nos roba energía, tiempo y alma."
Yo suelo decir que quedo agotada después de un encuentro social, incluso de una charla telefónica, de una clase, de un curso... No siempre, no de todos, por supuesto, pero sí de muchos. Cuando uno sabe a qué se va a exponer, a veces puede elegir no hacerlo. El problema es cuando no lo sabés de antemano. A mí me baja muchísimo la energía sentir que no hubo "conexión" o "profundidad" y a veces me siento culpable, demasiado exigente y autoexigente... ¿Puedo ir por ahí esperando que la gente conecte conmigo, que todas las relaciones o charlas sean "profundas"? En todo caso, me alegro mucho de haber encontrado tu cuenta y la de Clara, porque al menos ahora sé a quién recurrir cuando me siento sola en mi condición. ¡Gracias!