Cuando el destino no te pregunta
Una reflexión personal sobre ese hilo invisible que nos guía sin avisar.
I. Introducción
Pocos conceptos han atravesado tantas épocas, tantas culturas y tantos cuerpos como la idea del destino. Antes incluso de que los hombres pensaran en libertad o en voluntad, ya temían —o veneraban— a esa fuerza misteriosa que marcaba el curso de sus vidas. En la Grecia antigua, el destino no era una simple idea, sino una ley cósmica, implacable, que ni siquiera los dioses podían desafiar.
Homero lo sabía bien. En La Ilíada, Héctor muere no por falta de valor, sino porque su hora había llegado. Y ni el mismísimo Zeus, con todo su poder, podía alterar lo que había sido trazado. Esa fuerza superior se llamaba Moira: no era bondadosa ni cruel, simplemente era justa en su modo de ser inevitable.
Con el paso del tiempo, la filosofía fue sustituyendo a los mitos y fue Heráclito, quién dejó caer una afilada frase: «El carácter de un hombre es su destino.» No hay hilos invisibles, decía. Hay temperamentos. Hay esencias. Uno es arrastrado por lo que lleva dentro, y no por un dios externo. El destino, entonces, no está afuera sino inscrito en nuestro interior.
Más adelante, los estoicos —que tanto han influido e influyen en mi forma de pensar— ofrecieron una síntesis más luminosa. Para ellos, el destino era la expresión racional del universo, el Logos, un orden natural que todo lo rige. Epicteto decía: «Todo lo que sucede, sucede como debía suceder.» Y en esa frase se condensa una forma altísima de libertad: la de no luchar contra lo que no depende de uno mismo. Y mi admirado Marco Aurelio, en la serenidad de sus Meditaciones, escribía: «Ama lo que te sucede, porque eso es lo que te ha sido dado por la naturaleza.»
Estas aceptaciones, sin embargo, nunca me han resultado sencillas de sostener. Siempre he sentido cierta incomodidad ante ellas.
II. Mi concepto del destino
Durante la mayor parte de mi vida, he defendido —con cierta firmeza, incluso con algo de obstinación y vehemencia— que el destino no existe como tal. Que la vida es una construcción constante, una obra de decisiones. Que los acontecimientos que forjan nuestra vida no nos caen del cielo, sino que emergen de nuestras propias decisiones, moldeadas por nuestras elecciones, nuestros actos, nuestros aciertos y nuestros errores.
Siempre he preferido la visión del caminante que traza su propia senda, aunque el terreno sea incierto. Me ha parecido más digno pensar que somos los arquitectos de nuestro futuro, y que todo lo que ocurre es la consecuencia natural de nuestras decisiones. Ni tramas divinas, ni maldiciones familiares, ni estrellas que dictan nuestros próximos pasos.
Incluso he pensado, con cierta satisfacción, que el destino es una ilusión que fabricamos cuando nos da miedo asumir que fuimos nosotros quienes elegimos o actuamos mal.
Y sin embargo…
Hace apenas unas semanas, algo —alguien— irrumpió en mi vida sin previo aviso. No voy a relatar aquí los detalles, ya conté algo por aquí; digamos solamente que fue inesperado. Que no lo buscaba. Que había cerrado esa puerta hace tiempo. Y, sin embargo, algo ha florecido con gran fuerza y belleza. Algo que no planeé, que no forcé, que simplemente ocurrió.
¿Y si el destino no siempre se forja? ¿Y si, a veces, se revela sin más?
Este episodio que estoy viviendo, por breve que sea en su recorrido, ya ha sembrado una potente duda. Y con ella, una grieta en mi antigua certeza de que el destino nos lo forjamos nosotros. Porque si no lo busqué, si no lo provoqué, si ni siquiera lo deseaba… ¿Cómo explicar su presencia? ¿Ha sido el azar? ¿Ha sido coincidencia? ¿O está siendo el destino que me susurra en voz baja su existencia?
He empezado a mirar atrás, a repasar ciertos momentos, giros mínimos que me han llevado a este punto en el que me encuentro. Y al hacerlo, he vislumbrado una especie de hilo invisible que une acontecimientos que antes consideraba inconexos o sin importancia, pero que están ahí. Y esto se traduce en nuevas formas de pensamiento. No es que crea en un plan secreto, pero ya no estoy tan seguro de que todo esté bajo mi control. Me asaltan dudas y más dudas.
III. El libre albedrío, ese espejismo
Y es aquí donde entra una figura clave: el libre albedrío.
Durante siglos ha sido el estandarte de la dignidad humana. La capacidad de elegir, de decir «sí» o decir «no», de hacer frente al mundo como seres conscientes de nuestras acciones y decisiones. Pero también ha sido cuestionado por grandes pensadores, como una ilusión reconfortante, una forma elegante de justificar lo que ya estaba determinado.
Spinoza, por ejemplo, fue implacable. Para él, el libre albedrío no es más que una ilusión del hombre que ignora las causas que lo determinan. Nosotros creemos ser libres porque no conocemos las fuerzas que nos arrastran. Somos como una piedra lanzada al aire que, si tuviera conciencia, creería que vuela por decisión propia.
Esa idea puede parecer desoladora. Pero Spinoza no lo plantea como tragedia, sino como liberación. Entender que no somos absolutamente libres no es un castigo, sino un acceso más profundo a la comprensión de lo real. La libertad verdadera, para él, consiste en entender. Y en vivir de acuerdo con la necesidad de la naturaleza, no en contra de ella.
Y sin embargo, hay algo en mí que todavía se resiste. Porque, aunque admito que no soy dueño de todo, también sé que hay decisiones que me pertenecen. Tal vez no elijo las circunstancias, pero sí el modo de estar y de actuar en ellas. Tal vez no decido a quién encuentro, pero sí si me quedo o si me voy.
Quizás el libre albedrío no sea un poder absoluto, sino una forma de ver el mundo: la capacidad de asumir lo que ocurre con responsabilidad, aun sabiendo que no lo hemos elegido del todo nosotros.
IV. Epílogo
Y llego al final de esta carta con menos certezas que al principio. Pero también con más calma y serenidad.
Ya no sé si el destino existe. Quiero pensar que sí. Ya no sé si todo está escrito o si, por el contrario, somos nosotros quienes escribimos con nuestros pasos el destino que nos aguarda. No sé si el amor que ha llegado fue azar o mandato, si fui yo quien lo atrajo sin saberlo o si simplemente tocaba, y estaba ahí para mí.
Pero sí sé que hay algo hermoso en no saber. Que hay una forma de sabiduría en aceptar los misterios de la vida sin rendirse a ellos.
Quizás el destino no se trata de predecir, ni de controlar, ni de aceptar ciegamente. Tal vez se trate de aprender a leerlo. Como se leen los cielos antes de las tormentas, o como se escucha una melodía que aún no comprendemos, pero que nos conmueve.
Quizás el destino no se escribe con las manos, sino con la disposición del alma a ser sorprendida.
No sé si hay un plan universal. No sé si hay un sentido. Pero hay momentos —y eso lo sé con meridiana claridad— en los que la vida nos mira, y nos pregunta sin apenas palabras:
¿Y tú, aún crees tenerlo todo bajo control?
Y entonces uno no puede más que sonreir, como quien acepta la invitación de un baile que no ha ensayado.
Que sigas bien.
Gracias por leer hasta el final.
Gracias por estar. 💜
Que estas palabras te hayan acompañado, aunque sea un ratito.
Con afecto,
Jaime.
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Nota de autor:
Escribo para entender, no para explicar. La escritura es mi forma de pensar en voz baja.
Me han encantado tus reflexiones sobre el destino, el libre albedrío…
A veces el destino no pregunta… simplemente lanza la carta. Y ahí estás tú, con tu libre albedrío de cartón piedra, intentando decidir si eso era azar, sincronicidad o una colleja cósmica. En el Tarot también pasa: barajas tú, pero cortan ellas.
Gracias! 🙏✨
Hola Jaime! A mí también me ha gustado mucho tu reflexión en voz alta. Y te diré que a día de hoy creo que andamos a caballo entre el libre albedrío y el destino, más o menos de un lado o del otro dependiendo de nuestro nivel de consciencia. Pero concuerdo contigo en que esto es un gran Misterio... 😊
Un abrazote! 💜
👉🏼🌺