Ser lo que se escribe, escribir lo que se es
Reflexión personal acerca de la coherencia: el alma visible de lo que somos.
Querido lector, lectora:
Hoy escribo estas líneas desde la extrañeza. Hace unos días, una persona que empieza a conocerme con la que mantengo largas conversaciones —y que me lee también— me hizo una apreciación que me dejó algo descolocado: «Eres coherente con lo que escribes. Te escucho hablar y lo que dices tiene sentido con textos que he leído tuyos…» Y esa frase, que en apariencia suena tan bien, me dejó rumiando durante horas.
No por la alabanza, sino por las preguntas que me surgen: ¿hemos llegado a un punto en que vivir de acuerdo con lo que uno dice es digno de asombro? ¿Se ha vuelto la coherencia una extravagancia?
De esa pequeña impresión nace esta reflexión de hoy.
Como te comento, hace poco me dijeron que soy coherente con lo que escribo. Y no sé si eso me alegró o me preocupó más. No porque no valore la coherencia —al contrario—, sino porque, en ese elogio sencillo, intuí el paisaje de una época (esta que vivimos) donde lo habitual es la disonancia. Me lo dijeron como quien señala un fenómeno extraño, casi una rareza. Y entonces me pregunté: ¿tan infrecuente es vivir de acuerdo a lo que se dice? ¿Tan extraña se ha vuelto la unidad entre lo que se escribe, lo que se dice y lo que uno hace?
Soy consciente en que vivimos en una época de fachadas móviles. Las personas construyen versiones de sí mismas para cada contexto, e incluso para cada interlocutor. Se dice una cosa en privado y otra en público. Se proclama una causa por la mañana y se actúa contra ella por la noche. No porque seamos necesariamente hipócritas, sino porque la coherencia exige algo que escasea: presencia, atención, lentitud… conciencia.
Para mí la coherencia, en su forma más simple, es la armonía entre lo que se piensa, lo que se dice y lo que se hace. Es esa música interior que no desafina al ponerla en el mundo. Y, sin embargo, hoy parece que solo los ingenuos se preocupan por ella. Como si la sinceridad para con nosotros mismos no tuviera cabida en el «teatro» de nuestros días.
Pienso que escribir es, en gran medida, desnudarse. Cada frase que uno lanza al mundo es una forma de presentarse. Escribir no es —o no debería ser— un ejercicio de invención, sino de fidelidad. Fidelidad a lo que uno cree, a lo que uno siente, a lo que uno ha comprendido con los años y las heridas. Por eso, cuando alguien me dice que soy coherente con lo que escribo, siento que me está viendo de verdad. Que ha reconocido que no estoy interpretando un papel.
No pretendo con esto declararme virtuoso. No lo soy. Como cualquiera, caigo, me contradigo, me confundo. Pero intento que esas caídas no sean por traición, sino por fragilidad. Lo que no acepto —ni en mí, ni en otros— es la doblez deliberada, la mentira vestida de discurso. Séneca, con su inmensa sabiduría, lo dejó dicho:
«Lo que no está en tus actos, miente en tus palabras.»
Esa frase debería estar grabada en los portales del alma. Porque no hay verso, carta o proclama que valga la pena si la vida no la respalda. Por eso me incomodarían algunos escritores de cartón piedra, que predican sobre la empatía mientras desprecian al prójimo, o que alaban la serenidad mientras maltratan a quienes tienen cerca. ¿Qué valor tiene entonces lo escrito, si no es consecuencia de lo vivido? ¿Para qué tanta palabra si no es encarnación?
La coherencia no significa rigidez. No se trata de ser un bloque inamovible. Se puede cambiar de idea, de emoción, de rumbo. Pero se cambia desde la verdad, no desde la conveniencia. Cambiar porque uno ha comprendido algo nuevo es hermoso. Cambiar por miedo o por interés es triste.
«No cambia el que evoluciona, cambia el que se traiciona.»
Así me lo repito a veces, cuando tengo que tomar decisiones difíciles.
En un mundo donde todo es escenografía, la coherencia es resistencia. No grita, no se exhibe. Pero está ahí, sólida como una piedra en mitad del cauce de ese río al que llamamos vida. Es humilde, no busca aplausos, pero quien la posee vive más liviano, porque no tiene que sostener máscaras. Es una forma silenciosa de libertad.
Yo escribo reflexiones porque necesito entender, ordenarme. Porque a través de la escritura me escucho. Y sería absurdo mentirme en este acto tan íntimo. Lo que aparece en mis textos es, en buena medida, lo que soy. No siempre lo que logro ser, pero sí lo que intento. Escribir es comprometerme conmigo. Y en ese sentido, es un acto ético. Si no hay coherencia, no hay escritura verdadera, solo ruido.
Y aunque el mundo siga girando hacia el ruido, creo que vale la pena seguir habitando esta coherencia sencilla. Porque cuando uno es fiel a lo que siente, no necesita memoria. No tiene que recordar qué dijo ni ante quién, porque cada palabra nace del mismo lugar. Y en esa continuidad, uno descansa.
Hay algo bello en saber que uno no engaña a nadie. Que lo que ofrece al mundo es una versión cercana a la verdad. Tal vez por eso me emocionó —aunque también me sorprendiera— esa frase que me dijeron: «Eres coherente con lo que escribes.» Porque en esa frase escondo la esperanza de que todavía hay lugar para lo auténtico. Para lo sencillo. Para lo íntegro.
No sé si lograré ser coherente siempre. Lo dudo. Pero intentaré que mis actos no desmientan mis palabras. Que mis textos no sean un disfraz. Y si alguna vez lo son, que sea por miedo o por torpeza, pero nunca por cálculo premeditado.
A la coherencia no se la ve como una virtud brillante. No llama la atención. No proporciona seguidores. Pero da paz. Una paz profunda, sin adornos. La que nace de saber que uno se pertenece.
Y así, sin alardes ni exhibiciones, continúo escribiendo. Como quien riega una planta aunque sepa que no dará flores. Como quien mira al mar sin pedirle explicaciones. Como quien cree, en el fondo, que ser uno mismo —sin trampas— es el único acto verdaderamente poético que nos queda.
Que sigas bien.
Gracias por leer hasta el final.
Gracias por estar. 💜
Que estas palabras te hayan acompañado, aunque sea un ratito.
Con afecto,
Jaime.
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Nota de autor:
Escribo para entender, no para explicar. La escritura es mi forma de pensar en voz baja.
Suelo pensar eso mismo de escribir. Para escribir un buen texto hay que ser ese texto. No hay nada más convincente que predicar con el ejemplo.
Buen texto Jaime.
La verdad es que nunca me ha gustado exponer mis sentimientos así de primeras, Jaime. Quizá mi manera de hacerlo es a través de la ficción, dejar el mensaje para ver si el lector es capaz de captarlo.
Me ha gustado leerte porque no hay nada más libre en este mundo que ser uno mismo. Podrás gustar más o menos, pero ser uno mismo no tiene precio. Y en los tiempos que corren cada vez es más difícil poder expresarse con sinceridad. El otro día leí una cita de Agatha Christie que decía: hay que fijarse en los libros y no en los autores. La verdad es que me he llevado algún que otro desengaño, pero siempre pienso que la que sale perdiendo no soy yo sino la otra persona, pues vivir solo como imagen resulta muy triste.
Un abrazo, Jaime.