Mi amor (incondicional) por los felinos
Y de cómo conocí a Max e Ismael, mi primera experiencia, acercamiento y descubrimiento del mundo gatuno.
Soy gran amante de la Naturaleza, y por tanto, de los animales. De todo el reino Animalia1 mis favoritos, de lejos, son los felinos. Si me preguntan qué es lo que tanto me enamora de estos magníficos animales no sabría ni describirlo. Es todo, su inteligencia, sus poses, su belleza, su ferocidad. Yo diría que mi fascinación por ellos es casi una obsesión.
Siempre comento que yo tendría en mi casa a mi preferido, un gran Leopardo de las Nieves2 si ello fuera posible o viable. Pero claro. Hay que tener los pies en la tierra. Lo más cercano a ello es un gato común europeo.
Según lo anterior, no te extrañará si te cuento que mi relación con los gatos ha sido —y continúa siendo, gracias a Maia3— una de las relaciones más intensas y bonitas que tengo el placer de experimentar. Y curiosamente todo empezó como quien no quiere la cosa, como un juego o un capricho, según se mire.
La historia que hoy te traigo es la de mi descubrimiento del mundo gatuno y del porqué es algo tan importante para mí. Es la historia de un gato y dos seres humanos en alguna parte de una preciosa isla atlántica.
Primer contacto
Allá por el año 1997 yo trabajaba en la recepción de un hotel, y recuerdo que cada día se acercaba al mostrador un chico unos 10 o 15 años mayor que yo, con quien comencé a entablar una extraña amistad. La primera vez que lo atendí —venía a comprar tabaco habitualmente— portaba un gatito en su hombro, el cual no se caía y no parecía nada asustado. Era un cachorro, no debía tener más de 3 o 4 meses de vida. Era de color negro, completamente, a excepción de sus garras que eran de color blanco hasta su almohadilla carpiana. A pesar de sus pocos meses de vida parecía muy espabilado. El minino se quedó perplejo, mirándome, con la cabecita ligeramente ladeada, examinándome, con los ojos como platos. Su porteador se quejaba levemente a causa de las pequeñas garras del gatito que se aferraba tiernamente a la camisa de su acompañante, para no caerse. Ambos estaban encantados. Me sorprendió tanto esa escena, que enseguida entablé conversación:
—¡Qué pequeñito! ¿Qué edad tiene?—Le pregunto.
—Pues no lo sé, ayer se me coló en el apartamento, por el jardín. Lo traigo para enseñárselo a una compañera de trabajo, que entiende de gatos. A ver si me orienta y me dice qué he de hacer… porque quiero quedármelo. Desde que entró en el apartamento no se ha despegado de mi en toda la noche. Ha dormido en mi cama, ¡y no veas cómo ronronea!
—Caramba, que curioso. ¿En serio te lo vas a quedar? ¿Pero se te puede escapar, no?
—Bueno, no lo sé. Puede que sí. Igual tiene a su madre por ahí. Yo no voy a cerrarle la puerta del jardín. La dejaré abierta. Él será libre de hacer lo que quiera. Pero yo estoy ahora sólo, y me vendrá bien tener compañía. No sé… ya te contaré cómo se desarrollan los acontecimientos. Nos veremos a menudo por aquí.
Y así fue. Con el tiempo supe que mi nuevo amigo acababa de instalarse en un apartamento muy cerca del hotel donde yo trabajaba. Venía a trabajar como diseñador de una revista turística en una de las oficinas que el hotel alquilaba a empresas del sector. Con el tiempo, ese chico se convertiría en uno de mis mejores amigos, hasta que decidió volverse a Barcelona. Desgraciadamente, con el tiempo, perdí el contacto con él.
El caso es que habitualmente, cuando Ismael se acercaba a la recepción a comprar su cajetilla de tabaco, cosa que hacía cada 3 o 4 días, me hablaba de su experiencia diaria con Max, que así fue como llamó al gatito. Siempre venía con Max en su hombro, como el primer día, y hablaba conmigo durante unos minutos. Todos los días que nos veíamos, día sí y día también, me contaba una pequeña historia. Y eran historias muy divertidas. Fascinantes. Eran historias de descubrimiento, de felicidad, de cómo un gatito aparecido de la nada hizo inmensamente feliz a un ser humano que acababa de aterrizar en Tenerife hacía apenas unos días, sólo, y sin conocer a nadie.
Según iban pasando los meses, mis compañeros de trabajo y yo comentábamos cómo era posible que Max, siendo un cachorro, no se escapara de la oficina ni de su apartamento. Aunque lo cierto es que Max salía y entraba del apartamento de Ismael siempre que quería, que para eso dejaba la puerta de acceso al jardín abierta. Los jefes de Ismael no tenían problema en tener al gato en la oficina, y hasta le compraron una camita, un arenero y unos cuencos para la comida y agua. Era todo muy curioso y revelador. Ningún gato conocía yo con esos niveles de atención, la verdad.
Al cabo de un año, según iba creciendo Max, las historias que me contaba Ismael eran más profundas. Las historias de cachorro pasaron a convertirse en experiencias de adulto, de amor y de compañerismo. Yo me sorprendía también de que un hombre de unos treinta y tantos años desnudara sus sentimientos de aquellas maneras. En ocasiones me contaba cosas con los ojos vidriosos, emocionado. Llegó a decirme que no sabía cómo era posible que un animalito así, un gato, podía rebosar tanto amor y complicidad y cómo podía hacer tanta compañía. Lo había oído con perros, había escuchado muchas historias. Pero lo cierto es que nadie solía contar cosas como las que él me contaba de los gatos.
Por aquel entonces yo también vivía sólo en un apartamento. Tenía una vida muy tranquila, un coche, un trabajo, un buen sueldo, 25 años... Pero a raíz de mis conversaciones con mi nuevo amigo, cada vez caía más en la cuenta de que mi vida era muy aburrida e insulsa. Enseguida empecé a envidiar a Ismael. Era envidia sana. El caso es que yo quería vivir esas experiencias. Yo quería saber qué sentía mi amigo realmente.
La ausencia
Un día caigo en la cuenta de que hace más de una semana que no veo ni hablo con mi amigo.
—Se habrá ido de viaje a Barcelona.—Pensé.
Normalmente me decía cuando salía de viaje y nos contábamos bastantes cosas. Además de Max, hablábamos de música, de diseño y de coches. Aunque apenas nos contábamos cosas muy personales. Yo tenía mi vida y él la suya, pero apenas sabíamos nada el uno del otro en cuestión de relaciones de pareja, familias o temas delicados. Por eso digo al principio que nuestra amistad era algo extraño. Era una amistad gatuna, por definirlo de alguna forma, ya que el 80% de nuestras conversaciones trataban sobre Max.
La cosa era que yo lo echaba en falta. Era algo habitual hablar con él dos o tres días a la semana, así que tantos días sin tener noticias se me hacía extraño. Yo ya estaba pensando en acercarme a su oficina a la salida de mi turno y preguntar por él. Pronto me di cuenta de que realmente tenía adicción a las historias de Max e Ismael.
Finalmente, una mañana decido que al finalizar mi turno de trabajo me pasaría por su lugar de trabajo. Y así lo hice. Lo que me encontré allí me sorprendió mucho. Pude hablar con su jefe, un hombre de nacionalidad inglesa y de aspecto afable y simpático. Muy amigablemente me dijo:
—Ismael me ha pedido unos días porque ha perdido a Max. No aparece por ningún lado y está buscándolo por la urbanización donde vive y preguntando a los vecinos. Nosotros estamos ayudando en lo que podemos.— Eso me dejó estupefacto. En aquellos años no era fácil encontrar tanta comprensión por estos temas y menos que te dieran días libres (bastantes) sin ningún tipo de problema por la pérdida de un gato. (Más tarde me enteré que esos días se los dieron “a fondo perdido”).
Rápidamente me puse en dirección a la urbanización donde vivía mi amigo. Ésta se encontraba justo al lado del hotel y era bastante grande. Así de memoria puedo recordar que allí debían haber al menos 60-80 bungalows y unas 10 o 15 villas rodeando la urbanización. En aquella época no existía Airbnb, pero todas esas propiedades en su mayoría estaban explotadas por una compañía hotelera. Allí habitaban y pasaban sus vacaciones personas de todas las nacionalidades, aunque más de la mitad eran turistas rusos. Llamé a su puerta y allí estaba Ismael, con cara demacrada, con barba de varios días y vistiendo un chandal y una camiseta vieja. Era raro verle así. Él siempre vestía de punta en blanco y solía ir bien afeitado. Cuando me vio, bajó la mirada.
—Joder tío, lo siento. No sabía qué decirte, no quiero que todo el mundo piense que soy un tío raro… He perdido a Max, hace diez días que salió del apartamento y no sé dónde se ha ido… Siento una pena muy grande. Estoy haciendo batidas por la urbanización y poniendo carteles por si alguien lo ve.— Aquello me sobrecogió porque no era para mí nada habitual ver a una persona así de afectada por haber perdido a su gato.
El regreso
Yo me involucré mucho en la búsqueda de Max. En esos días, al terminar mi turno a las 3 de la tarde, me acercaba al apartamento de Ismael, comíamos algo y nos recorríamos la urbanización de arriba a abajo preguntando a los turistas y repartiendo fotos del minino. Yo me defendía en cinco idiomas, incluido el ruso en un nivel muy básico. Lo suficiente para hacerme explicar y servir de ayuda a Ismael para hacerse entender y poder hablar con sus vecinos.
Por azares del destino, nuestra búsqueda conjunta cesó a los tres días.
Finalmente, un buen día, Max apareció. Él solito. Entró por la puerta del jardín como aquel que viene de visita. Lo hizo de noche mientras Ismael veía una película en el salón. Según me contó, entró como tantas veces lo hizo en el pasado, como si llevara apenas un par de horas fuera. Pero venía desaliñado, sucio, lleno de arena y con arañazos en su hocico. Ismael se quedó petrificado y simplemente observó. Max se acercó al cuenco de agua. Bebió y bebió como si no hubiera un mañana. Luego se acercó a Ismael, rozó su costado contra los tobillos de su compañero y se tumbó en el sofá, a su lado, mirándole como diciendo —ya estoy aquí, ya he vuelto. Todo está bien.—
En total fueron 16 días los que Max estuvo ausente. Nosotros evidentemente éramos novatos en la materia. Luego entendimos y nos informaron que los gatos son territoriales y que es normal que sucedan episodios de este tipo.
La despedida
Ismael y Max siguieron formando parte de mi vida durante tres años más, casi cuatro. Cuatro años de increíbles descubrimientos y experiencias.
Dicen que todo lo que tiene un principio, también tiene un final. A Ismael se le acababa el contrato por el cual había venido a trabajar y aunque intentó buscar trabajo de lo suyo en otras empresas, finalmente decidió marcharse y buscar suerte en su ciudad natal.
Antes de marcharse rumbo a Barcelona tuvimos una larga conversación, profunda y muy sincera. Él estaba más preocupado por la adaptación de Max al nuevo entorno que por su trabajo.
Aunque todo fue muy bien.
Max aterrizó en un piso de 150 metros cuadrados y 4 habitaciones para él solito. Su adaptación no fue muy complicada.
Cambio de rumbo
Yo envidiaba esa relación que mi amigo tenía con Max y así se lo hice saber el mismo día de nuestra despedida. Sentía que me iba a quedar un vacío después de todo lo vivido con ellos.
— Yo quiero vivir esas experiencias.— Le dije un día.
—Pues ya sabes lo que tienes que hacer, vives sólo y no tienes que pedirle permiso a nadie.— Me contestó.
Por aquel entonces yo tenía, por un lado, una vida tranquila. Después de mi turno de trabajo me recogía en mi apartamento y veía películas, leía o escribía. Todo muy normal y muy tranquilo. Aunque también, por otro lado, tenía una vida socialmente intensa. Trabajaba de día y en turnos de noche. En mis días libres salía con el coche a recorrer isla4, los fines de semana salía de marcha con compañeros de trabajo o amigos. Vamos, lo típico en un joven soltero de 25 años.
Pero una parte de mí empezaba a ver que realmente, en esos momentos de vida tranquila y aburrida, me faltaba algo. Empecé a pensar que a lo mejor tanta salida y tanto ajetreo se debían en parte a que, en el fondo, necesitaba emociones u otra clase de estímulos que no fueran salir de marcha tan a menudo. Cosas diferentes. Y claro, después de saber y ser partícipe de la vida de Max, quedó patente que yo necesitaba un cambio de rumbo, nuevas experiencias. Una chispa que me hiciera vivir las historias que me contaba mi amigo Ismael.
Dicho y hecho. A partir de entonces vociferaba a los cuatro vientos entre mis compañeros de trabajo y amistades que quería un gato. Que mi cumpleaños estaba cerca y que si alguien se enteraba de algún gatito en adopción, pues que estaría encantado de adoptarlo. Me daba igual su raza, sexo o religión. 😅
Así fue como empezó mi periplo en el mundo de los gatos. Así fue como mi primer compañero gatuno entró en mi vida, el gran Trufi. Gato sin igual donde los haya. Mi vida no ha vuelto a ser aburrida, ni insulsa. De hecho, siempre será maravillosa si existe un gato en ella.
No alargaré mucho más esta carta. Pero si te digo que acabé con 5 gatos en mi casa… pues ya te imaginarás lo fuerte que impactó en mí la llegada de Trufi, mi primer fiel compañero de vida.
En la foto falta Garfield, que ya ilustré al comienzo de esta carta. Hablaré de todos ellos y explicaré las razones que me llevaron a convivir un montón de años con 5 gatos.
Reflexión
Es muy manida ya la expresión de “tú no adoptas a un gato, es el gato quien te adopta a ti” y pese a ser un cliché, es más cierto que el hambre en algunos casos.
A Ismael, Max se le apareció literalmente en su vida. Un buen día entró por su puerta y decidió quedarse. Y cambió su vida para bien. Max adoptó a Ismael, sin ningún género de dudas.
En mi caso, fui yo quién busqué y atrajo a mi vida a Trufi. Pero no ocurrió lo mismo con todos. Lucas decidió escoger a mi novia de entonces y Garfield apareció en mi vida sin yo pretenderlo, y decidió quedarse, decidió adoptarme.
Aunque he de ser justo, en realidad, el primer gato en mi vida siempre ha sido y será Max. No me cabe duda que fue él quién despertó en mí la pasión por su especie. Él, con sus vivencias junto a Ismael, fue el artífice de que yo me enamorara de los gatos.
A día de hoy, y con 52 años a mis espaldas, sé que viviré lo que me quede en este mundo en compañía de un gato. De eso no me cabe ninguna duda.
Gracias por leerme.
Gracias por estar. ❤️
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El reino Animalia o reino animal es uno de los cinco reinos taxonómicos de la evolución biológica en los que se agrupan las diferentes formas de vida que existen y han existido en la Tierra.
El leopardo de las nieves o irbis (Panthera uncia) es una especie propia de las montañas de Asia Central.
Mi compañera de apartamento actual. Tendrá su espacio por aquí.
Gracias por compartir la historia de Max y cómo cambió tu vida, Jaime. Mi abuela tuvo gatos toda su vida. ‘Soy una loca de los gatos’, repite seguido a sus 88 años, y nos pasó el gen del amor gatuno a mi papá, a mi hermana y a mí. Yo le transmití ese amor por los felinos a mi esposo y hoy compartimos la vida con Gatita. Son seres maravillosos y me alegra haber encontrado otro amante de los gatos en Substack. ¡Espero tus próximas cartas!
Yo tengo 5 gatos en mi jardín, vivo en un bajo y vienen cada día. No son míos, no son de nadie. Son callejeros pero les encanta mi terraza y mi jardín. Y los miro, les hablo y me guiñan, pero no me dejan acercarme. Da igual, me encanta verlos, quietos, siempre digo que están meditando. Yo medito cada día y creo que ellos también lo hacen jajaj.