Mi primera gran aventura (parte 2)
Conociendo a la tía Vicentita y de cómo una abuela de 98 años encandiló a un tímido niño de 5.
Tienes una primera parte de esta historia que te recomiendo leer antes.
Santiago de Compostela. Año 1977.
La casa (II)
El día anterior había sido muy largo y bastante ajetreado. Cuando llegó la hora de dormir caí redondo en la cama y apenas recuerdo más del primer día.
Cuando desperté, lo hice en el dormitorio próximo al del “cambio de pasillo”; el del baúl y la cómoda. La casa la sentía muy en silencio. Oía a personas caminar por el pasillo, pero apenas las escuchaba hablar. La puerta del dormitorio estaba entre abierta, quizá mis padres habrían comentado algo acerca de mi miedo a las puertas cerradas de noche. El caso es que yo dormí como un lirón y no me enteré de nada durante la noche.
Tímidamente me asomé al pasillo. Hacia la derecha podía ver la puerta en la que el pasillo cambiaba de aspecto y se convertía en un pasillo de hospital. Hacia la izquierda podía reconocer las puertas del salón comedor, y al final, donde el pasillo giraba a la izquierda, lo que identifiqué como la biblioteca, en la que ya había estado. Sabía que una vez continuara caminando hacia la izquierda llegaría a la entrada de la casa. A partir de allí todo sería nuevo para mí, pero con suerte encontraría a alguien por el camino.
Comencé a caminar hacia la entrada de la casa. Yo iba descalzo y noté el frío mármol en mis pies hasta llegar al recibidor, allí había suelo de moqueta. Me senté en una silla y esperé un momento, para ver si alguien pasaba. No conocía el resto de la casa y no tenía claro si debía adentrarme en ella por mi cuenta y riesgo, o bien esperar a encontrarme con mis padres o abuela. Estuve un rato más, pero por allí no pasaba nadie. Continué caminando por el pasillo y al llegar a la primera puerta a la derecha me asomé, era un baño. Seguí avanzando un poco más y podía escuchar el sonido de una radio. Parecía venir de la siguiente habitación, esta vez a la izquierda, pero la puerta estaba cerrada. Dentro debía haber alguien. Pasé por delante con mucho sigilo, y apenas di dos pasos, ya sí que escuché una voz familiar. Pero no venía de la habitación, sino del final del pasillo. Allí estaba la cocina y mi abuela preparando el desayuno. Estaba dando instrucciones a una chica que vestía una especie de uniforme y delantal, y sacando galletas del horno.
—¡Jaramillo, ya estás levantado! ¿Qué tal has dormido, bien? —Yo asentí con la cabeza. —He preparado un bizcocho de limón ¿Te gusta el bizcocho? —Volví a afirmar con movimientos de cabeza (siempre he sido bastante tímido). Todavía recuerdo el olor que había en esa cocina, era un olor típico, mezcla de los hornos de pan y pastelerías, olía a cosa rica, era embriagador y eso pronto me despertó el apetito.
—Ven conmigo anda. He preparado la mesa en la sala de estar. Así desayunamos todos juntos. —Salimos de la cocina y continuamos por el pasillo hasta el final del mismo. Allí habían dos puertas más a izquierda y derecha; otro dormitorio con dos camas y la sala de estar, donde entramos.
En el centro había una mesa de camilla redonda, con sillas alrededor. Era del tamaño suficiente como para poder desayunar 6 personas en ella. En una esquina había una pequeña televisión y en otra de las esquinas, un mueble extraño, cerrado en su parte alta, con aspecto un tanto particular —luego resultó ser un escritorio antiguo, de los que se abren para escribir, un buró clásico—.
Todavía acompañé a mi abuela a la cocina varias veces y la ayudé a llevar cosas a la sala de estar. Pronto empezaron a aparecer personas por todos lados. Mis padres, mi tía (hermana de mi padre), una chica joven a la que llamaré Gloria, la señora con bata blanca del día anterior. En fin, que ya éramos medio ejército, pero a desayunar solamente se quedaron mis padres y Gloria.
Mi abuela entonces me pidió un favor. —¿Por qué no vas a llamar a la tía Vicentita? ¿Sabes dónde es su habitación? Habrás pasado por delante de su puerta, corre, ve a llamarla. —Mi madre me cogió de la mano. —Ven, vamos conmigo, que yo te digo dónde es.
La tía Vicentita
Yo supuse que sería la habitación en la que se escuchaba la radio. Y en efecto, así fue. —Tía Vicentita, somos nosotros. Vengo con Jaime a avisarte para el desayuno. —Dijo mi madre, tocando en la puerta y gritando mucho, por cierto. La radio dejó de escucharse. —Abre, abre la puerta. Pasad. —Abrimos la puerta y allí estaba ella.
Ante mí, en el fondo de aquella pequeña habitación, pude ver a una abuelita diminuta, era casi tan pequeña como yo. Estaba sentada en un sillón de aspecto cómodo y ella me miraba sonriente. Tenía el pelo de color amarillo, cejas y ojos negros y una tímida sonrisa en su rostro. Estaba abrigada con una chaqueta de punto y alrededor de su cuello portaba un pañuelo a rayas color ocre y negro.
—¡Raparigo!1 —Me llamó. —Ven, acércate, siéntate aquí, no meu regazo. —Tenía un acento característico al hablar, parecido al de mi abuela. Pronto entendí que los gallegos tenían un cántico diferente y divertido, diferente a lo que yo estaba acostumbrado. Pero aquella abuelita comenzó a hablarme y hablarme y yo entendía poco o nada de lo que me decía. Ella me hablaba en gallego, pensando que yo la estaba entendiendo. Pronto mi madre acudió en mi rescate y le dijo que yo no hablaba gallego, que era muy pequeño todavía. —Ahhhh. Claro, es muy jovencito. ¡Meu pobre! Anda, ayúdame a levantarme.— Con ayuda de mi madre la ayudé a levantarse y llegamos hasta la sala de estar. Allí tenía ella su silla, su manzanilla y su trozo de pan 2.
Tener a Vicentita en aquella casa era como tener a dos abuelas en lugar de una. Aquella personita de 98 años, a pesar de su tamaño, era toda una señorona. Por méritos propios se convirtió para mí en una compañía indispensable en aquella casa, donde la tristeza, por momentos, se palpaba en el ambiente 3.
Desde que la conocí, yo esperaba con ansias mis reuniones con la tía Vicentita. Ella solamente salía de su habitación para desayunar, comer o cenar. Al parecer su salud era muy delicada. Yo esperaba impaciente y siempre me ofrecía para ir a llamarla y acompañarla a llegar al comedor o a la sala de estar.
Pasábamos grandes ratos juntos. Tenía un repertorio importante de cuentos e historias de dragones, reyes, príncipes y princesas que yo vagamente recuerdo, por desgracia. Pero sí recuerdo que la escuchaba maravillado, con mucha atención.
Es una pena que no recuerde los cuentos, pero siempre empezaban por un “había una vez…” Debía ser algo parecido a lo siguiente:
Había una vez un reino muy lejano, rodeado de montañas altas y bosques frondosos. En ese reino vivía un rey justo y bondadoso, que gobernaba con sabiduría y amor a su pueblo. Pero lo que hacía a este reino especial era la princesa, que era conocida por su belleza y su corazón generoso… […]
Su tono de voz era profundo y acogedor, con un arrullo que me envolvía y me hacía sentir seguro. Mientras ella me contaba sus cuentos, yo podía imaginarme los reinos claramente, con sus castillos y sus paisajes verdes. Era como una melodía que me transportaba a ese lugar mágico, y sus ojos negros parecían ver más allá de la realidad, como si realmente ella hubiera estado allí de verdad.
Como te puedes imaginar, yo a mis 5 años era una metralleta preguntona. Quería saber lo que era todo. Vicentita me descubrió a los dragones, los castillos, los reyes y los ladrones, y me explicaba y respondía a todo lo que yo le preguntaba. Sus historias siempre terminaban con una lección de amor y amistad, y yo sentía que había aprendido algo importante.
La canción
Vicentita ¡también cantaba!. Nunca olvidaré su Pancho, Pancho, caballo blanco. Me la cantaba todos los días, antes de recogerse a su habitación. Ponía mi mano abierta encima de la mesa, cogía el cuchillo de la mantequilla, y comenzaba a cantar dando toques en la mesa con el cuchillo, entre mis dedos, a cada palabra que pronunciaba:
Pancho, Pancho, caballo blanco; cuando el rey por aquí pasó siete damas convidó menos una que quedó dando palos al mosquero, el mosquero a llorar, cinta de plata para mi gata, cinta de oro para mi moro, chucurruchú que salgas tú por las puertas de Mambrú. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum! ¡Fuera!
Al pronunciar la última palabra, me recogía hacia dentro un dedo y comenzaba de nuevo, hasta quedarme sin dedos.
Para siempre en mi memoria
Vicentita siempre estará en mi memoria. Siempre que pienso en ella me doy cuenta de la suerte que he tenido y tengo de poder decir que tuve dos abuelas únicas 4. Viendo esa única foto que tengo de ella sé que nunca la olvidaré. En esa foto puede verse lo orgulloso que yo me sentía de estar a su lado. Guardo la foto en mi teléfono, con un cariño inmenso, y cuando alguien me cuenta cosas de abuelas, yo la enseño bien orgulloso.
Guardo todos esos momentos, ese Pancho, Pancho y esos cuentos contados de dragones y reyes como un bálsamo para el alma. Cada palabra, cada cuento, cada canción, era un regalo precioso que ella me daba. Los momentos vividos con ella eran grandes tesoros que llevaré siempre en mi memoria y en mi corazón.
Por desgracia para mí, nunca más volví a verla. Éste fue el único viaje a casa de mi abuela donde disfruté de todo lo que aquí cuento, ya que ella fallecería al año siguiente, con 99 años.
Todas las personas de bien deberían tener a una tía Vicentita en sus vidas. ❤️
Continúa en la parte 3…
(En la siguiente parte, termina el viaje)
Gracias por leerme.
Gracias por estar. ❤️
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En gallego un raparigo es un niño, un chiquillo, un mozalbete.
Vicentita apenas se alimentaba de otra cosa. Luego supe que tenía problemas graves en el aparato digestivo. No podía comer casi nada que no fueran infusiones, pan, galletas y poca cosa más.
Poniendo las cosas en contexto —y por si no has leído la primera parte de esta historia— mi hermana de apenas año y medio estaba muy enferma. La cosa era grave. Yo era un niño y veía a mi familia más triste de lo habitual, pero yo no era ni mucho menos consciente de lo que estaba pasando entonces. Luego supe que mis padres estaban preocupados por mí y que nadie en la familia quería que yo sufriera o que los viera llorar o que estuviera en situaciones, digamos, no entendibles para un niño de 5 años.
Mi abuelo por parte de padre y los dos abuelos por parte de madre fallecieron siendo mis padres jóvenes. Por eso yo solamente conocí a una abuela, y “adopté” como abuela a Vicentita, que en realidad era tía de mi abuela.
Brutal estas 2 cartas de tu aventura. Puse la música de fondo, que por cierto, enamorada del piano, me he quedado en mi Spotify. Qué maravilla leer esta historia, parece un clásico de literatura. Deseando leer la 3.