Esta historia la dividiré en varias entregas, para no hacerla muy larga en sus diferentes capítulos. Amenizaré el texto con música de piano relajada que puedes escuchar “en bajito” para darle algo de fondo al texto, sólo si tú quieres. Espero que te guste.
Ibiza. Año 1977.
El viaje
Hacía unos pocos días que oía hablar a mis padres de hacer un viaje. Notaba nerviosismo y preocupación en el ambiente. Mi madre se comportaba de forma extraña, estaba triste y lloraba muy de vez en cuando. Yo no entendía bien lo que pasaba, pero estaba muy emocionado y contento, aunque en cierto modo lo ocultaba viendo que mis padres no parecían sentir lo mismo. Iba a ser mi primer viaje a un lugar completamente diferente y lejano, muy lejano. Aunque aún no era consciente de las horas de vuelo, trenes y taxis que íbamos a coger ni de los días que estaríamos fuera de casa, para mí era todo muy emocionante. A mis 5 años de edad, se trataba de mi primer gran viaje. Mi primera gran aventura.
Llegó el día y comenzó el periplo. Llegamos al aeropuerto de Ibiza y recuerdo quedarme obnubilado mirando a los aviones. Ya había viajado antes en avión, pero cuando era un bebé, y no tenía recuerdos de ello. Tampoco teníamos televisión en casa, así que realmente era la primera vez que yo veía aviones de cerca y que me montaba en uno. Fue todo muy emocionante. Durante el viaje mi padre me contó que íbamos a visitar a la abuela, a la que yo no conocía, y que viviríamos unos días en una casa muy grande y muy bonita donde habían muchas personas que querían conocernos y que lo pasaríamos muy bien. Me contó que iba a conocer la ciudad en la que él nació y se crió de pequeño. Vería casas muy antiguas, calles de piedra, un parque muy muy grande y una catedral imponente. Yo estaba en la etapa de infante preguntón, te puedes imaginar que no paraba de preguntarle cosas, ¿Qué es una catedral? ¿Cómo es el parque de grande?¿las casas son también de piedra? … Mi madre no se separaba de mi hermana, que entonces tenía un año y medio de vida, pero seguía con semblante serio y triste. Le pregunto a mi padre y él me dice que no me preocupe, que ella está bien, pero que está nerviosa porque también va a conocer a la abuela y a toda la familia. Además va muy pendiente de mi hermanita porque es un bebé y es un viaje muy largo. Lo cierto es que mi madre siempre era la alegría de la huerta, era muy raro para mí no verla sonriendo, hablando y hasta cantando.
La abuela
Y finalmente llegamos a Santiago de Compostela, nuestro destino. Después de un trayecto en coche desde el aeropuerto, paramos ante un edificio de estilo antiguo, muy alto y con un portal grandísimo. Entramos y subimos por unas escaleras de mármol, muy amplias, con un pasamanos de madera. En el primer piso veo una puerta grande que comienza a abrirse antes de llegar a ella. Tras la puerta aparece una señora, vestida con una especie de abrigo, sonriente, apacible, que me transmite buenas vibraciones. Apenas me acerco a ella, me coge en el colo y me da un abrazo enorme.
—Hola. Tú debes ser Jaramillo.— Me dice. Yo me quedo ojiplático, mirándola fijamente, pero no digo nada. Tenía una voz aterciopelada con un acento singular. Siempre fui muy tímido de pequeño, pero recuerdo que me impresionó mucho ese abrazo de oso y ese beso sonoro. No en vano, era la muestra de cariño más grande que había recibido en todo el viaje.
—¿Qué? ¿No le dices nada a tu abuela?— Entonces ya supe quién me tenía en brazos, pero… —¿Jaramillo? ¿Me ha llamado Jaramillo? Probablemente se haya equivocado…— Pensé.
Todavía en brazos de mi abuela, ella empieza a dar indicaciones a gente que va llegando al vestíbulo o recibidor para que cojan las maletas, los abrigos y demás parafernalias. Me mira de nuevo y me dice:
—Te he preparado una leche merengada, ¿Te gusta?— Yo puse cara de sorpresa, ya que no tenía ni pajolera idea de lo que era eso, pero veo que por la derecha se acerca una chica, vestida con un delantal y una bandeja en la mano. En la bandeja había un vasito con un líquido blanco y una pajita de color azul cielo.
—Es un refresco de leche con un poco de azúcar, huevo, limón y canela en rama— y mirando a mi padre continuó:
—Tu padre se ponía ciego de leche merengada cuando tenía tu edad— Miré rápidamente a mi padre, que con cara de evidente morriña, me dijo que la probara, que me iba a encantar.
Y efectivamente así fue, volví a «aterrizar» en el suelo y me bebí esa leche (que estaba muy, muy fría) en un periquete ¡Manjar de dioses! Por lo poco que había visto y oído hasta el momento, mi abuela me parecía un ser entrañable, jovial y muy cercano. No perdió nunca la sonrisa a pesar de los pesares, nunca tuvo conmigo un mal gesto y me enseñó cosas desde muy jovencito que aún hoy recuerdo con cierta nostalgia y añoranza.
Con el paso de los años supe que la relación de mi abuela con mi padre no era para nada idílica, tenían muchos problemas. De hecho, él se había distanciado de toda su familia hasta el punto de estar casi 12 años sin verse. Por eso mi abuela no nos conocía a ninguno de nosotros. Pero eso es otra historia…
La casa (I)
La puerta de entrada daba acceso a una especie de generoso recibidor cuyo suelo lucía una moqueta de color negro. Ese recibidor era el centro de un pasillo con un suelo de mármol interminable. Miraba hacia un lado y hacia el otro de ese pasillo enorme y enseguida me pareció todo muy misterioso, pero también muy infinito. Si miraba a la izquierda, el pasillo se extendía unos 50 metros y giraba hacia la derecha, si miraba a la derecha el pasillo se extendía otros 50 metros y giraba a la izquierda. Aquello era enorme, ya que al llegar al punto donde se giraba a izquierda o derecha, habían otros 30 o 40 metros de pasillo recto con puertas y estancias a los lados. La enormidad dio paso lo gigantesco. Al menos lo recuerdo así, pero claro, yo era un monigote de apenas 5 años, y creo que todo me parecía muy grande en relación a mi estatura. O quizá no. Quizá era todo tan fantástico como lo estaba viviendo en ese preciso momento.
Enseguida apareció más gente a recibirnos, pero yo me escabullí y comencé a explorar lo que para mí parecía un castillo y todos sus aposentos. Comencé caminando por el pasillo en dirección izquierda porque vi que al final, antes de girar a la derecha, había una puerta entreabierta que daba acceso a una habitación algo oscura. Al llegar a ella, empujé levemente la puerta y enseguida pude observar que sus paredes estaban vestidas de grandes estanterías de madera, desde el suelo hasta el techo.
Los estantes estaban repletos de libros por todas partes. Habían tantos libros que no cabían en ellos. Entré en aquella estancia mirando al suelo, esta vez con moqueta de color morado oscuro, y pude ver también muchos libros apilados ordenadamente en el suelo, a los pies de muchos de los estantes a lo largo y ancho de la habitación. En el centro había una mesa, también gigante. Con una lámpara y una especie de tapete de cuero negro y un libro abierto encima. Me acerqué más a la mesa y en una de sus esquinas vi la fotografía de un señor sonriente, con gesto afable. Era una fotografía en blanco y negro, parecía antigua. Me quedé unos segundos observándola porque me parecía familiar. Aquel señor se parecía mucho a mi padre. En seguida me doy cuenta del silencio que hay en la habitación. Ya no oigo hablar a nadie y el tiempo parece haberse detenido. Estoy mirando a las alturas, hipnotizado por el colorido de tanto libro, cuando de repente escucho una voz:
—Para entrar aquí tienes que pedirle permiso a la abuela— Miro hacia la puerta y veo a una señora que no había visto antes.
—Esta es la biblioteca de tu abuelo.— Me dice en tono amable extendiendo su mano a lo lejos animándome a que me acercara a ella.
Hasta ahí llegó mi primer contacto con esa increíble estancia. Era la primera vez en mi corta vida que yo entraba en una biblioteca y nunca olvidaré aquella forma en la que descubrí sus formas, sus colores, su aspecto y su olor a papel viejo y vainilla.
Me aferré a la mano de mi acompañante y seguí mi descubrimiento de estancias todas ellas muy apacibles y hermosas. Aquella señora iba vestida con una bata blanca y con una paciencia infinita me iba mostrando los lugares por los que días más tarde pasarían a ser mi feudo particular. Me enseñó un salón comedor donde había un espejo muy grande y una mesa de madera en la que podían sentarse más de 10 o 12 personas. En el techo colgaban unas lámparas con cristales diminutos colgando de ellas. Cada lámpara de aquellas debía tener más de 8 bombillas. Todo aquello seguía siendo infrecuente para mi. En nuestra casa de Ibiza no teníamos lámparas de ese estilo, y menos dos en una misma habitación. La siguiente estancia era un dormitorio, con dos camas individuales, una cómoda y un baúl a los pies de una de las camas. La señora me acercó a él, lo abrió y me dijo:
—Aquí puedes esconderte, para que nadie te encuentre.—Ciertamente, esa sugerencia me hizo imaginar cosas muy locas.
El cambio
Llegamos al final del pasillo y algo cambió súbitamente. Cruzamos la última puerta, e incomprensiblemente para mí, parecía que estábamos en otro lugar completamente distinto. Las habitaciones y estancias de ensueño de repente se habían convertido en habitaciones blancas, con una o dos camas en su interior, suelo de baldosa blanca y puertas de color gris claro. Las puertas estaban numeradas y el pasillo que daba acceso a las habitaciones tenía las paredes de azulejo de color azul marino.
Yo todavía iba de la mano de la amable señora que me llevó a una de las habitaciones, era la primera habitación a mano izquierda después del “cambio de pasillo”. Allí estaban mis padres. Mi madre sentada en una cama, con cara de haber estado llorando. Mi padre de pie mirando por la ventana que daba a la calle y mi hermana yacía en una cuna, durmiendo. Mi cara de incredulidad y de sorpresa debía ser todo un poema. Mi madre me cogió de la mano y al verme el semblante me dijo:
—No te preocupes cariño. Todo está bien. Tu hermanita no se encuentra bien. Está enferma. Hemos venido aquí para que la curen y cuiden de ella.— Acto seguido me dio un fuerte abrazo y un beso en la frente. Yo me acurruqué a ella y estuvimos largos minutos mirando a mi hermanita en su cuna… mientras mi padre hablaba con gente que entraba y salía de la habitación. Algo me decía que aquel viaje no había sido solamente para conocer a la abuela. En esos mismos instantes, y a pesar de mi corta edad, yo intuía que las cosas no iban bien. Después de todo yo también había estado enfermo en alguna ocasión, pero a mis padres nunca los había visto tan tristes y apagados.
En esos momentos de sosiego e incertidumbre a mi cabeza llegó un pensamiento que me volvió a animar el espíritu: Todavía no conocía la otra mitad de la casa. ¿Qué me encontraría en el pasillo de la derecha?
Continúa en parte 2…
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