El arte de pensar y el engaño de la felicidad
Reflexión personal acerca de la falta de pensamiento crítico y felicidad engañosa.
¿Has pensado alguna vez en cómo vas de pensamiento crítico? ¿Realmente te haces preguntas acerca de cuestiones relevantes en la vida? ¿Buscas cultivarte como persona? ¿Realmente piensas en ti, en tu felicidad, libertad y objetivos en la vida?
Muchas veces cuando estoy en reuniones de amigos o conocidos o incluso en el trabajo, me pregunto cosas del estilo viendo el comportamiento de compañeros y amigos.
No sé. Me da la sensación de que siempre hablamos de las mismas cosas, que no aprendemos nada nuevo, que no avanzamos en la vida. Damos vueltas y vueltas, siempre con lo mismo. ¿Es siempre así? ¿Somos más superficiales que nunca? ¿O quizá sea que yo, que estoy siendo radical en mis pensamientos y en cómo veo la vida?
Como ves, la cosa hoy va de protesta y preguntas, muchas preguntas, me temo…
«De entre todos, solo están ociosos los que dedican su tiempo a la sabiduría. Solo ellos viven; y no solo cuidan bien su propio tiempo de vida, sino que añaden todas las otras épocas a la suya propia: todo lo que sucedió en años anteriores pasa a ser su posesión. Si no somos sumamente ingratos, aquellos ilustres fundadores de doctrinas sagradas han nacido para nosotros, han preparado nuestra vida. Gracias a este esfuerzo ajeno somos guiados hacia las cosas más bellas, que han sido extraídas desde las tinieblas hacia la luz. Ningún siglo nos está vedado, en todos somos admitidos; y, si es posible abandonar las angosturas de la debilidad humana mediante la grandeza del espíritu, es mucho tiempo que podemos recorrer. Es posible dialogar con Sócrates, dudar con Carnéades. Lograr la quietud con Epicuro. Vencer a la naturaleza humana con los estoicos, sobrepasarla con los cínicos. Como la naturaleza nos permite entrar en alianza con toda época, ¿Por qué no salir de este tránsito exiguo y caduco de tiempo, y dedicarse con toda el alma a aquellos bienes inmensos que son eternos y que tenemos en común con los mejores hombres? […]»
— Séneca. De la brevedad de la vida, XIV.
Aquí Séneca ya nos hablaba de la importancia de aprender sobre lo que nuestros antepasados escribieron. Sobre el legado que dejaron. Nos recordaba algo esencial: que no estamos solos. Que alguien antes que nosotros ya se hizo las preguntas. Que hubo quienes, con una generosidad desbordante, escribieron para que no tuviéramos que empezar desde cero. Y que podemos aprender de ellos, si queremos. Tenemos la suerte de contar con guías que abrieron caminos en medio del pensamiento, para alumbrarnos con su sabiduría.
Los pensadores que nombra Séneca ya eran personalidades relevantes en su época. Le sacaban en el mayor de los casos (Sócrates) casi 400 años de antiguedad. Él aprendió de todos ellos. Ahí están: Sócrates, inaugurando la filosofía como diálogo. Carnéades, sembrando la duda como escéptico. Epicuro, buscando la ataraxia (imperturbabilidad del ánimo). Los estoicos, luchando por controlar las pasiones. Los cínicos, empujando aún más allá. Es como si cada uno de ellos nos entregara una brújula distinta, pero todos apuntaran hacia un único lugar: hacia nosotros mismos.
¿Y qué hemos hecho nosotros con ese legado? Pues, en muchos casos, lo hemos ignorado. Ahora creemos saberlo todo porque lo hemos visto en Google. Ahora leer no sirve de mucho, según algunos, porque tenemos todo a golpe de clic.
Y no hablemos de felicidad. Porque ahora, en este siglo de pantallas y urgencias, la felicidad ha mutado en un instrumento de tortura. Sí, de tortura. Se ha convertido en una exigencia. En una obligación. Y lo peor de todo: en una imitación. El sistema nos ha vendido la idea de que debemos estar y ser felices todo el tiempo, y que si no lo estamos, es culpa nuestra. Han logrado algo tremendo: que creamos en esa idea de la felicidad fabricada como nuestra. Como si fuera algo espontáneo y natural. Algo que debemos tener y buscar. Pero no, no lo es. Es una imposición bien diseñada, con una sonrisa publicitaria.
Nos han entrenado para «sentirnos felices», que no es lo mismo que serlo. Y esta diferencia lo cambia todo. Porque detrás se esconde una industria entera dedicada a fabricar emociones envasadas, incentivos rápidos, placer inmediato. Estímulos. Estímulos de bienestar prefabricado.
Somos adictos.
Somos adictos a lo emocional. Buscamos experiencias que nos sacudan, que nos alteren, que nos exciten… pero siempre con una sonrisa en la cara. Siempre desde el lado «positivo». Hay una obsesión por las emociones agradables. Se nos ha olvidado que pensar también duele, que detenerse también es necesario, que el silencio también enseña.
Vivimos rodeados de estímulos: talleres, retiros, cursillos de felicidad exprés, coachings de autoestima, gurús de lo obvio. La oferta es infinita. Tan infinita que nadie llega ni podría probarlo todo. Pero ahí vamos, como hamsters en su rueda con una checklist como agenda: tachando experiencias, apuntando logros.
Y por supuesto, tenemos que subirlo a redes sociales. Si no se publica, no existe. Nos han inoculado una especie de «checklist emocional»: hay que probar restaurantes de moda, viajar a los lugares que todo el mundo recomienda, hacer yoga, practicar mindfulness, hacer «brunch» los domingos, tatuarse frases bonitas, ser hipster, maratoniano, vegano, o todo a la vez y al mismo tiempo. Lo importante no es el contenido, sino la apariencia de plenitud.
El resultado es claro y lo veo todos los días: hiperactividad, ansiedad, insatisfacción permanente, confusión. Vivimos acelerados, ocupados, conectados, pero vacíos. Y lo peor es que nos han hecho creer que parar es fracasar. Que reflexionar es de personas débiles y que la quietud —mi querida y estimada quietud— es una pérdida de tiempo y una ñoñería.
El pensamiento crítico parece agonizar.
Se ha impuesto la dictadura de la acción. Y el pensamiento crítico agoniza. Pero, aunque lo hayan marginado, siempre vuelve. Siempre. Tarde o temprano, aparece. Como un visitante incómodo que llama a la puerta cuando menos te lo esperas. Y si no has cultivado ese pensamiento crítico, si no lo has cuidado, si no te has sentado a hablar contigo mismo, ese momento puede doler. Y doler mucho.
Pensar bien, como todo lo valioso, es un arte. Y como todo arte, exige tiempo, esfuerzo y dedicación. Pero hoy, pensar bien se ha vuelto una rareza. Un oficio en peligro de extinción. El pensamiento crítico languidece, y lo hace en silencio. No saldrá en los informativos. No tendrá funerales. Nadie sospecha que ha muerto… porque el crimen ha sido perfecto. Y lo ha sido porque el asesino ha sido elegante. El sistema de mercado ha logrado sustituir el pensamiento crítico por una copia domesticada, manipulable, manejable. Mientras nos distraía con cortinas de humo, con nuevos enemigos falsos, ha debilitado a su mayor adversario: la lucidez.
Al tiempo que esto ocurre, nos somete a una dictadura emocional maquillada de bienestar. Nos empuja hacia la hiperactividad, disfrazada de entusiasmo, de pasión, de vocación. Nos ofrece actividades que, aunque en apariencia, invitan a la introspección —meditación, yoga, coaching— están delimitadas por horarios, cuotas y marketing. Así aleja su verdadero fin: convertirnos en árbitros de nuestra propia vida. El objetivo es dejar sin espacio al pensamiento crítico, que necesita tiempo, pausa, profundidad.
La consecuencia de todo esto que comento es el desequilibrio. Un desequilibrio profundo, que veo y que noto en el alma, en mi entorno.
¿Y dónde está aquí el aprendizaje? Antes de meternos en actividades que nos asaltan en las pantallas, ¿no debemos aprender qué queremos? ¿qué buscamos? ¿hacia dónde vamos? ¿O se trata simplemente de hacer, hacer, hacer, mostrar que seguimos las tendencias y no pararse a pensar en qué necesitamos?
«Si todo lo que tienes es un martillo,
todo te parecerá un clavo.»
— Abraham Maslow.
Aprendamos de quienes nos precedieron.
El pensamiento crítico es el único camino hacia el equilibrio real. Lo sabían ya Platón y Aristóteles: educar a personas capaces de entender y manejar sus emociones —y también las ajenas— ha sido, desde siempre, la meta de toda educación verdadera.
El mito del carro alado de Platón ya nos hablaba de esto: la razón debía guiar las pasiones —las nobles y las innobles— hacia el mundo de las buenas ideas. Y Aristóteles, más terrenal, afirmaba que la virtud se encontraba en el término medio. En el equilibrio. Y ese equilibrio solo se logra pensando bien.
Ambos —cada uno con su estilo— declararon la guerra al mundo de la opinión, de la creencia infundada, del espejismo. Platón desde la caverna, Aristóteles desde la lógica y la razón. Para ambos, el pensamiento era lo que nos diferenciaba de las bestias. Era nuestra marca de humanidad.
Pero hoy, la imagen ha conquistado a la palabra. La omnipantalla ha desplazado a la reflexión. La apariencia ha destronado al análisis. Vivimos bajo el imperio de lo visual, y la palabra —esa que construía puentes, abría heridas y sembraba ideas— se ha vuelto sospechosa. Y esto me produce tristeza.
Por todo esto, urge despertar. Urge rescatar lo que nos hace humanos: la capacidad de pensar críticamente. De cuestionar. De buscar la verdad aunque duela. De recuperar la palabra. De mirar hacia dentro, a nuestro interior.
Porque si no lo hacemos, acabaremos por no saber quiénes somos. Ni qué sentido tiene, en verdad, esta breve y fugaz oportunidad a la que llamamos vida.
No todo está perdido.
Por suerte todavía veo a personas que se detienen. Quienes dudan, preguntan, piensan. Aun hay quienes apagan la pantalla y encienden un libro. Quienes se sientan en silencio sin miedo a la incomodidad. Quienes se niegan a vivir a la carrera y deciden caminar con los ojos abiertos. Quienes se sientan en un parque y charlan sobre cosas interesantes.
El pensamiento crítico no ha muerto, solo duerme. Sigue ahí, esperando ser convocado, esperando a que cada vez más gente se de cuenta del error. Y cuando vuelve, no lo hace en vano.
Volver a pensar es volver a vivir. Es reconciliar la emoción con la razón. La acción con el sentido. Solamente así llegaremos a una felicidad menos artificial, más auténtica, que merecerá mucho la pena.
Y aunque el ruido en nuestro día a día sea ensordecedor, el pensamiento —cuando es verdadero— no necesita gritar. Solo necesita tiempo. Silencio. Y una voluntad firme que le diga: sí, te escucho.
Que sigas bien.
Gracias por leerme.
Gracias por estar. 💜
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Estoy de acuerdo con tu visión, Jaime.
Veo en tus palabras muchas de las ideas que tantas veces se me han pasado por la cabeza al leer libros, ver mi entorno y escuchar a los demás. Gran parte de los argumentos que se sostienen en debates no son propios, la mayoría de las veces, por pereza, las personas no hacen el esfuerzo intelectual de llegar a conclusiones y solo repiten lo que otros dicen. Igual sucede con los gustos, son calcos de imitar a otras personas. Como si hubiese una guía ya diseñada de que´hacer para pasarlo bien y ser feliz.
Es más fácil imitar ideologías y personas que ejercitar el pensamiento crítico.
"Y aunque el ruido en nuestro día a día sea ensordecedor, el pensamiento —cuando es verdadero— no necesita gritar. Solo necesita tiempo. Silencio. Y una voluntad firme que le diga: sí, te escucho."
Absoluto. Gracias