Escribiendo desde el dolor
Historia de un ser especial que salva a un humano y de por qué el dolor es siempre necesario.
Hoy es domingo. Un domingo cualquiera de un mes cualquiera, eso ahora no tiene mucha importancia. Me desperté muy temprano, de madrugada. Todavía es de noche y falta como una hora para el amanecer. No he podido dormir bien. Sigo en mi cabeza con esa rabia del viernes, a causa de unas malas noticias. Cuestiones que salpicaron mi vida tiempo atrás, años atrás, y que parece que no cejan en su empeño por perseguirme. Allá donde vaya. Pase el tiempo que pase.
Esas malas noticias son fruto de malas decisiones tomadas durante los años 2006 y 2007. Quizá por inmadurez, quizá por mala cabeza, quizá por querer pretender cosas que no estaban a mi alcance o quizá por querer vivir una vida que no era la mía.
El caso es que esas malas noticias me persiguen y reaparecen cuando menos lo espero, cuando creo que lo peor ya ha pasado. Cuando creo que todo ya se ha olvidado. Pero no. Siguen al acecho. Y ahora sé que no van a parar nunca, a no ser que yo le ponga remedio. Estamos ya en 2024 y todo lo malo parece cobrar forma de nuevo, como para que no me olvide que una vez, quizá, fui un insensato.
Sentimientos pasados
Esta carta la necesito escribir. Necesito sacar de mis entrañas todo lo negativo que todavía queda. Necesito expresar esa rabia que ahora apenas me deja respirar. Necesito escribir desde el dolor.
Esos años atrás, esas decisiones mal tomadas, esa insensatez por falta de madurez, hicieron que sucumbiera a una depresión de caballo. Depresión que entonces no sabía que tenía porque no podía permitirme ir a un psicólogo o psiquiatra que pudiera decirme qué me estaba pasando. Corría el año 2008.
Si me dejo caer al mar, todo habrá acabado. Nadie se va a lamentar de nada. No le importo a nadie y nadie me echará en falta…
Aquel año yo lo veía todo muy negro. Cada problema se convertía en una obsesión y era una losa con la que cargaba a mis espaldas, por pequeño que fuera. Todo se magnificaba y se me hacía muy cuesta arriba. Los días siempre eran grises, muy oscuros. No había felicidad. No habían ganas de vivir. No había ilusiones. Llegó un momento en que no sentía nada. Ni tenía hambre, ni quería asearme, me daba todo igual. Me despertaba por las mañanas y me quedaba horas y horas tumbado en la cama, mirando al techo, sin pensar en nada. Sin querer hacer nada. Todo estaba perdido. Todo me daba igual.
Y entré en barrena.
Empecé a abandonarme y a pensar que la vida no merecía la pena. Era un día… y otro… y otro… con pensamientos muy negros. Muy críticos. Muy difíciles de describir. Pensamientos que ahora hacen que me estremezca del horror, recordando ciertas cosas que se me pasaban por la cabeza. Yo no quería seguir viviendo. Y cuando estás en ese punto, en el que absolutamente nada importa, en el que no sientes nada, en el que todo te da igual y en el que, según tu cabeza, a nadie le importas… entonces solamente ves una salida.
Mi ángel blanco
Era domingo. Un domingo cualquiera, de un mes cualquiera, del año 2008. Yo salía todas las tardes a caminar con mi perrita Nuba. Salíamos de casa, del pueblecito costero en el que vivíamos y paseábamos por un sendero que discurría en paralelo a la costa. No había playas. Eran pequeñas calas de roca, en las que la gente se bañaba durante el día. Pero al atardecer ya no había nadie en ellas. Era una parte, digamos, a las afueras del pueblo. No habían casas ni paseos ni suelos asfaltados. Era un sendero de tierra que no llevaba a ningún lado.
A las siete de la tarde todo quedaba desierto.
Caminábamos a unos 20-30 metros de la orilla del mar zigzagueando el sendero hasta llegar al final. Ese era el ritual de todos los días. Nuba de vez en cuando corría hacia el mar con la intención de meterse en el agua —le encantaba nadar— pero yo la llamaba, le tiraba su palo a lo lejos y le hacía cambiar de tercio.
El final del sendero ya no discurría por la orilla del mar. Iba subiendo y subiendo en pendiente y terminaba en una especie de explanada, a unos 4 o 5 pisos de altura del nivel del mar. En esa explanada recuerdo que había una roca grande, en la que me sentaba mirando al mar. Parecía que alguien había puesto ahí esa roca a modo de banco, de mirador, no sé. Era lo suficientemente grande para sentarnos los dos. Nuba siempre se subía y se sentaba a mi lado.
En frente mía, un barranco y el mar.
Pero ese domingo era diferente. Mis pensamientos de ese día y de días anteriores eran tan negros, tan faltos de vida, tan desequilibrados, que sin darme cuenta fueron creando un sentimiento en mí de querer liberarme de todo aquello malo que me sucedía. Según iba subiendo la pendiente, al final del sendero, yo estaba pensando y buscando razones para seguir viviendo. Analizaba y analizaba los problemas que me carcomían y me decía a mí mismo “si encuentras una razón para quedarte, volvemos a casa” …
Pero lo cierto es que, aquella tarde de domingo, yo llegué al final del sendero y no hallé ni una sola razón que me animara a querer seguir formando parte de este mundo. Ahora rememoro esos momentos con los ojos vidriosos, a punto de echar a llorar. Pero en aquel momento, aquella tarde, mi cabeza estaba fría. No mostraba sentimiento alguno, no lloraba. Simplemente estaba derrotado.
Acabé frente al barranco. Mirando hacia abajo, hacia el mar, viendo las olas romper en la costa. Tenía en una mano las llaves de casa y en la otra la correa de Nuba. Miré detrás mío y vi a Nuba sentada en la roca, quieta, mirándome.
Volví a mirar al frente y en mi cabeza un sólo pensamiento: “si me dejo caer al mar, todo habrá acabado. Nadie se va a lamentar de nada. No le importo a nadie y nadie me echará en falta”. Estaba en un estado de consciencia límite. Difícil de describir. Eran instantes de no sentir nada mezclados con instantes de sentir mucha paz. Pasaban por mi mente momentos y personas importantes en mi vida. Todo muy difuso. Algo muy extraño y que no he vuelto a experimentar jamás.
Miré una vez más hacia atrás y Nuba seguía en su roca. Mirándome atentamente. Ella no se acercaba al borde del barranco porque sabía que yo siempre le reñía si lo hacía. Pero tenía su mirada fija en mí, con su cabeza ligeramente ladeada y gemía tímidamente, moviendo su cola en señal de nerviosismo. Cogió su palo, se sentó sobre sus cuartos traseros, dejó caer el palo al suelo y me lanzó dos ladridos.
Aquello me hizo reaccionar. Nuba quería jugar. Quería correr tras su palo. En seguida me sobrevino el pensamiento de que yo no podía dejar allí a mi perrita. No podía abandonarla. Ella no se merecía eso de mí. Siempre había estado a mi lado en los momentos duros. ¿Cómo osaba yo a dejarla allí abandonada? Siempre que yo sollozaba, lloraba o me quejaba, ella se acercaba a mí y se sentaba a mis pies o si estaba en cama se subía a mi cama.
Ella se preocupaba por mí. De algún modo ella sabía cuando en mi cabeza habitaba la tristeza.
Me acerqué a ella, la abracé y estuvimos así un par de minutos largos. Yo me desahogué y comencé a llorar como un niño. Eso me quitó un peso de encima muy grande, tremendo. Dejé de lado esos pensamientos destructivos hacia mi persona. Pensándolo ahora, quizá fueron la cobardía y el miedo los que me hicieron cambiar de opinión, quizá fue Nuba o quizá fue una mezcla de todo…
Lo cierto es que hoy puedo decir que Nuba me salvó la vida y desde aquel día se convirtió en mi propio ángel de la guarda.
Cogí el palo y se lo lancé sendero abajo.
Empezamos a caminar de vuelta a casa.
Reflexión
Volviendo a mis primeros párrafos, las cosas hoy están muy bien. Me llegan malas noticias de malas decisiones pasadas, pero lo que cuento ocurrió hace ya 16 años.
Por suerte yo tuve a Nuba a mi lado en esos momentos críticos. Tuve la suerte de contar con un ser que hizo posible que hoy yo esté aquí, escribiendo estas palabras de dolor que revolotean en mi mente.
Porque sí, las cosas están bien, pero el dolor a veces viene a hacerme una visita.
El dolor no sólo tiene una dimensión física, sino también emocional y psicológica muy importantes. Me ha enseñado mucho. Es una parte integral de mi experiencia como humano. Me recuerda mis vulnerabilidades y me conecta con la compasión.
El dolor es necesario en mi vida. Hace posible que siempre tenga los pies en la tierra. Que sea consciente de que la vida tiene momentos muy duros y muy frágiles. Que no olvide que una vez quise quitarme de en medio pero que ahora soy más fuerte. Me ha enseñado a ver el otro lado. Lo que es. Lo que se siente. Cómo detectarlo.
El dolor es y será siempre necesario.
Gracias por leerme.
Gracias por estar. ❤️
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Jaime, con el corazón encogido termino de leer este texto tan sincero, tan valiente y que expresa tan bien “ese dolor” que conocemos los que hemos transitado esos senderos.
Benditos animales que desde su silencio de palabras nos dicen tanto.
Felicidades por ese gran trabajo de superación , por seguir adelante y por estar…pero sobretodo por compartir estas letras que van tan directas al corazón.
Keep going 💪🏼
Me imagino que fue terapéutico escribir esta carta, Jaime. También no puedo evitar pensar en Nuba, en cómo te sujetó a la vida, debió ser una hermosa compañera.
Te envío un abrazo.