Érase una vez, un pequeño pueblo escondido entre montañas, donde cada noche de Halloween los niños salían a recorrer las calles disfrazados de brujas, fantasmas y duendes, iluminados por las linternas de calabaza que ellos mismos habían confeccionado. Entre risas y gritos, iban de casa en casa, pidiendo dulces y prometiendo travesuras.
Al final de una de esas calles, en la base de una colina, casi al borde del bosque, había una vieja casa envuelta en sombras. Las ventanas polvorientas y la fachada envejecida le daban un aspecto misterioso, y los niños siempre hablaban en voz baja cuando pasaban cerca. Decían que allí vivía un anciano que rara vez se asomaba, alguien cuya memoria se había vuelto tan frágil que apenas recordaba nada. Los rumores entre los niños iban desde historias de fantasmas hasta relatos con finales imposibles. Sin embargo, cada Halloween, esa casa era visitada no solo por los niños, sino también por un hombre de mediana edad llamado Mateo.
Mateo se disfrazaba siempre de pirata. A pesar de su edad, no perdía la ilusión, y cada año esperaba pacientemente la llegada de Halloween para acercarse a la casa del anciano que había perdido la memoria. La tradición de disfrazarse tenía un significado especial para él, como si al vestirse de pirata lograra retroceder en el tiempo y recuperar momentos perdidos. Era un intento de mantener viva una conexión que se desdibujaba con los años, un gesto que le permitía acercarse a un pasado cada vez más difuso.
Cuando el grupo se acercaba a la casona, Mateo esperaba su turno mientras los niños tocaban la puerta. —¡¡Truco o trato!! La casa parecía cobrar vida en esos momentos, y el crujido de la puerta abriéndose siempre provocaba una mezcla de curiosidad y temor entre los pequeños. Cuando el anciano aparecía frente a ellos, los niños se quedaban asombrados, pues aquel hombre tenía una mirada profunda. Sus ojos, nublados y melancólicos, de un color azul oceánico, recorrían los rostros disfrazados de los pequeños, entregándoles dulces como quien ofrece un tributo al pasado. Había algo en la forma en que los observaba, como si intentara encontrar una respuesta en sus caras pintadas y en sus risas nerviosas.
Esa noche, Mateo esperó pacientemente a que los niños se marcharan. Cuando finalmente se quedó a solas frente al anciano, dio un paso adelante y habló suavemente, temiendo cuál podría ser la reacción.
—Buenas noches, señor —dijo, con una voz tan suave que el anciano apenas pudo escucharla. Éste lo miró con una vaga curiosidad. Sus ojos parecían iluminarse, como si en algún rincón de su memoria algo le resultara familiar. Mateo sacó un reloj de bolsillo antiguo, desgastado por el paso del tiempo, y se lo ofreció al anciano, quien lo tomó en sus manos, mirándolo como si fuera una reliquia de otro tiempo.
El reloj brillaba bajo la luz tenue de la linterna de Mateo, y el anciano lo giró lentamente, tratando de desentrañar los secretos que guardaba. Se notaba el desgaste del tiempo en el metal, pero también el cariño con el que había sido conservado.
—Este reloj... —murmuró el anciano, con voz apagada—. Me resulta familiar... ¿de dónde lo has sacado?
Mateo sonrió con tristeza. —Es un recuerdo, algo que usted me dio hace mucho tiempo. Me dijo que el tiempo era algo muy valioso, algo que nunca debemos dar por hecho, y que nunca debía desperdiciarlo.
El anciano asintió, con sus ojos perdidos en la oscuridad, intentando recuperar los recuerdos escondidos en su memoria. A su alrededor, el atardecer comenzaba a dar paso a la noche cerrada, y el viento comenzaba a levantarse. El murmullo del aire llevaba consigo ecos de palabras antiguas y de gestos olvidados.
Mateo, con su disfraz de pirata, continuó hablándole suavemente, como si le contara una historia. Su voz era un hilo que buscaba unir el presente con el pasado, intentando tejer una conexión que desafiara el olvido.
—Recuerdo que solíamos jugar en el jardín trasero. Usted me llamaba «mi pequeño corsario». Me enseñó a hacer una linterna de calabaza y a cortar las ramas secas del viejo árbol. Nos gustaba ver las estrellas al caer la noche, y usted siempre me decía que asignara a cada estrella un recuerdo.
El anciano escuchaba en silencio, y de vez en cuando asomaba una leve sonrisa en su rostro, una expresión que parecía venir desde lo más profundo de su ser. Sus ojos se movían de un lado al otro, perdidos en su propia confusión. Los recuerdos paseaban por su mente, aunque frágiles, casi imposibles de sostener. Cada palabra de Mateo parecía abrir una pequeña ventana, una brecha por la que el pasado intentaba colarse.
En un instante de lucidez, el anciano miró a Mateo directamente a los ojos, como si un velo se hubiera levantado, y dijo con voz animosa:
—¿Mateo? ¿Eres tú?
Mateo sintió el pecho oprimido de emoción y tristeza al mismo tiempo al escuchar las palabras de su padre, tan claras y perfectas que parecía que su memoria volvía a ser la de antes. Sus ojos se humedecieron y, casi al borde del llanto, le contestó:
—Sí, padre... soy yo, Mateo. He venido a verte, como cada año, para ver cómo te encuentras.
El anciano alargó la mano y tomó la de Mateo con fuerza, como quien intenta aferrarse a un recuerdo que sabe que pronto se desvanecerá.
—Te he extrañado mucho, Mateo... No recuerdo mucho, pero... sé que he sentido tu ausencia. ¿Cómo... cómo has estado? ¿Te va bien en la vida?
Mateo suspiró, pensando en las veces que había deseado contarle a su padre lo que la vida le había traído, y ahora, finalmente, podía hacerlo.
—La vida me trata bien, tengo mis propias aventuras. Soy muy feliz, aunque siempre te extraño mucho. Me haces mucha falta...
El anciano, con una ternura infinita, contestó:
—Yo también te he extrañado, hijo. Pero esta noche estamos juntos, ¿verdad? Tal vez... tal vez sea esto todo lo que importa. Es curioso... a veces siento que el tiempo ha sido cruel, pero otras veces pienso que es un regalo que todavía podamos tener estos momentos.
Ambos se miraron, en silencio. El tiempo parecía haberse detenido. Para Mateo, la noche de Halloween se convertía todos los años en el remedio que, a duras penas, cerraba la herida abierta del olvido. El anciano, que aún sostenía el reloj, se lo devolvió con una sonrisa.
—Cuida de este reloj, hijo. Cuida cada minuto como si fuera el último, porque... —se detuvo un segundo, sus ojos empezaban a perder el brillo, como si la neblina de su memoria volviera a apoderarse de él—, porque cada minuto en esta vida es un regalo.
Mateo, asintiendo con lágrimas en los ojos, aceptó el reloj de nuevo, entendiendo que el momento estaba llegando a su fin. La lucidez en el anciano comenzaba a desvanecerse, y su expresión volvía a llenarse de confusión, de miedo, de no entender lo que ocurría. Mateo sostuvo la mano de su padre un momento más, tratando de transmitirle calma, como si el calor de su toque pudiera mantener vivo el recuerdo un poco más.
—No te preocupes, padre. Siempre estaré aquí, cada año —dijo Mateo, su voz entrecortada por la emoción—. Aunque el tiempo pase, siempre regresaré para verte, para recordarnos quiénes somos.
El anciano asintió, aunque su mirada parecía ya no entender lo que ocurría. Mateo sabía que aquel momento llegaba a su fin, pero no soltó la mano de su padre hasta que éste, lentamente, la dejó caer.
Aunque solamente fuera por unos instantes, Mateo había recuperado a su padre. Cerró la puerta suavemente, dejándolo sumido en su mundo y en su soledad. Sabía que el próximo Halloween volvería, en busca de otro breve instante con él, en la noche de las memorias perdidas.
Fin.
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Excelente relato. Sacude fibras de mi ser. Nuestro padre y el tiempo, del reloj de la vida por hoy nadie nos salva. Abrazos.
Este relato equivale a cada una de las palabras de la expresión "escribir con el corazón". Gracias por compartirlo Jaime.