Primer aniversario en Substack
Reflexionando sobre mi aventura con la lectura y la escritura y cómo he llegado hasta aquí.
Este domingo pasado se cumplió un año desde que escribí mi primera carta para quien quisiera leerla, aquí en Substack. Concretamente fue el 16 de febrero de 2024.
¡Caramba, hace un año ya! ¡Qué rápido pasa el tiempo!
He caído en la cuenta de ello hace apenas dos días. Enseguida empecé a preguntarme cómo ha sido posible que haya publicado ya 27 cartas hablando de diversos temas y contando experiencias, y sobre todo, cómo tuve el valor de publicar poemas, cosa que jamás en la vida pensé que haría. Siempre tuve pánico de que alguien supiera que yo escribo poemas. No el hecho de que los leyeran; tan solo el simple hecho de que supieran que los escribía ya era algo que no podía soportar.
¿Cómo he llegado entonces a esto? ¿A perder ese miedo de sentirme expuesto? ¿A contar cosas que ni mis amigos más cercanos conocen? ¿A publicar regularmente para, nada menos, que 300 suscriptores?
Esto es digno de análisis.
La respuesta a esas preguntas, en primer lugar, es: gracias a Substack. Ha sido la magia de la plataforma, el haber llegado aquí y ponerme a leer contenido de otras personas con inquietudes y miedos similares a los míos. Es la facilidad de las herramientas que desde el primer día ya te ponen en disposición de comenzar a crear y a generar contenido. En segundo lugar, es gracias a los habitantes o moradores de estos lares, a los que llamamos cariñosamente substackeros, ya que creo que he tenido la suerte de encontrar a gente maravillosa desde los inicios, y eso es algo importante y que ha posibilitado en mayor medida que yo perdiera mis miedos.
Siempre supe que las palabras tenían un poder inmenso. Desde pequeñito siempre me ha cautivado la forma en que los escritores podían transformar simples palabras en un universo tan variopinto de significados, emociones y experiencias. Quizá por ello es por lo que la lectura y la escritura son tan importantes para mí. Esto me lleva a contarte mis inicios:
Los comienzos como lector
Fue en los años ochenta del siglo veinte, en una época donde la infancia todavía estaba hecha de tardes en la calle y libros en papel, cuando mi padre me descubrió a Julio Verne. Aquel hombre, con su don visionario, me llevó en su Nautilus a lo más profundo del océano, me hizo recorrer parajes increíbles en el centro de la Tierra y me enseñó que era posible dar la vuelta al mundo en ochenta días. Las páginas de sus libros eran ventanas a aventuras inimaginables y universos inexplorados, y yo, con apenas diez años, las devoraba todas con la avidez de quien descubre un tesoro oculto.
Pero no solo Verne marcó mi niñez. Recuerdo también aquellas novelas de aventuras que en aquella época se multiplicaban y poblaban los estantes de las librerías y bibliotecas de los colegios, las historias de Emilio Salgari y su Sandokán, el corsario que luchaba en mares lejanos. O las de Stevenson, con su isla del tesoro, el pirata de pata de palo y el mapa que contenía la promesa de lo desconocido. También encontré en Robinson Crusoe de Daniel Defoe la historia de un hombre enfrentándose a la soledad y la supervivencia, una odisea que me hizo reflexionar sobre la fortaleza del espíritu humano.
Más tarde, en la adolescencia, llegaron a mis manos La máquina del tiempo de H.G. Wells, con sus múltiples visiones de lo que podía ser el pasado y el futuro, y El mundo perdido de Arthur Conan Doyle, donde dinosaurios y paisajes primigenios despertaron en mí un sentido de la maravilla que ya nunca se ha apagado.
Tan solo he nombrado los libros que recuerdo con más cariño, pero hubieron muchísimos más. Todos esos libros estupendos no solo me hicieron lector, sino que comenzaron a modelar mi imaginación y mi manera de entender el mundo a una edad muy temprana. A través de ellos comprendí que las palabras no eran solo signos sobre el papel, sino llaves que abrían puertas a dimensiones que no existían más que en la mente de quien las creaba, a través de la escritura.
La literatura de aventuras, sin embargo, no era la única que alimentaba mi espíritu. Había algo más, algo que se colaba en mi mente con una cadencia diferente: la poesía. No fue por voluntad propia que me encontré con ella, sino porque un día, estando en el colegio, la profesora de lengua nos hizo leer pasajes de Juan Ramón Jiménez. Así fue como llegó a mis manos un libro titulado Platero y yo. Aquel pequeño burro plateado y su dueño me enseñaron que la prosa podía ser casi un poema, que en la sencillez del lenguaje se escondía una belleza infinita. Luego vinieron los poetas del Siglo de Oro, cuyas rimas resonaban como campanas en mi interior. Góngora, Quevedo, Lope de Vega, Gustavo A. Bécquer, Sor Juana Inés de la Cruz. Descubrí que en cada verso había una chispa de eternidad, una forma de atrapar el tiempo en palabras, de inmortalizar el instante y, sobre todo, de experimentar sentimientos nuevos en mí. Sentimientos y emociones diferentes a los que otros libros me transmitían. No me atrevía a hablar a mis amigos sobre ello, la gran mayoría leía libros de aventuras y cómics de Mortadelo y Filemón o Mafalda (que por supuesto también me gustaban), pero nadie comentaba acerca de los poemas y autores que estudiábamos en el colegio en esos momentos. Solían decir que era aburrido y un coñazo tener que aprenderlos. Por ello, quizá, yo no exteriorizaba lo que la poesía me transmitía; por miedo a «ser raro».
Sin embargo, el impacto de aquellos libros de poemas y versos quedó grabado en mi memoria y, aunque mi niñez avanzó y con ella la adolescencia, esa semilla permaneció siempre latente. Durante años fue un murmullo constante.
El amor por la escritura
A pesar de este amor tan profundo por la lectura desde mi infancia, no me ocurrió lo mismo con la escritura. En aquel entonces no sentí la llamada por crear nada. Solamente tenía sed de lectura. Ya en mi década de los 20 y los 30 viví de manera un tanto desenfrenada, queriendo hacer muchas cosas e intentar abarcar todo aquello que no podía. Digamos que la vida se cruzó en mi camino. Nuevos trabajos, me fui a vivir solo, compré mi primer coche, comenzaba relación de pareja, tonteaba con la idea de montar mi propia empresa… El caso es que todo se aceleró de forma vertiginosa hasta que llegó un punto en que mi vida no era sostenible. Recuerdo unos 10 años de vorágine; pero el resultado fue nefasto. A los 36 años entré en una depresión que casi me borra del mapa.
Y fue la escritura lo que vino a salvarme de todo aquello.
Comencé escribiendo pequeños diarios. Pensamientos, cosas que sentía, buenas y malas experiencias. La escritura, para mí, siempre fue un acto íntimo, secreto. Yo comencé a escribir con regularidad hace como unos 15 años. Mis primeros intentos de escritura estaban cuidadosamente escondidos en discos duros que nunca mostraba a nadie. Temía la crítica y pensaba que el hecho de compartir mis textos me desnudaría ante los ojos de otros y, por tanto, quedaría expuesto a sus juicios. Me preguntaba, ¿qué pensarían si descubrieran mis pensamientos más profundos, mis inseguridades, o mis sueños?
Este temor no era para nada infundado. Siempre he pensado que la escritura no es solo la creación de historias o versos sentidos; es, en esencia, un acto de vulnerabilidad. Es desnudar nuestra alma. Cada palabra que se escribe lleva una parte de quien la escribe. Por eso, durante estos años, preferí mantener mis escritos para mí mismo, como un refugio seguro donde podía ser completamente honesto conmigo, sin miedo a las consecuencias, sin tener que dar explicaciones a nadie.
La llamada de la poesía
A pesar de mi miedo, la poesía seguía llamándome con insistencia. Había algo en el ritmo de los versos, en la cadencia de las palabras, que me atraía de una manera irresistible. La poesía me permitía explorar mis emociones de una forma que la prosa no lograba. Las palabras danzaban en mi cabeza, creando imágenes y sensaciones que me hablaban directamente al corazón.
Escribir poemas se convirtió en un medio para entenderme a mí mismo. A través de los versos, podía dar forma a mis pensamientos más ocultos, a mis alegrías más intensas. Pero, a pesar de este proceso catártico, seguía sin atreverme a compartir mis creaciones; eran un espejo en el que me veía reflejado, pero temía que otros también pudieran ver ese reflejo y no les gustara lo que vieran.
Me aterraba la idea de que la gente de mi entorno supiera que escribía poemas. ¿Cómo explicarles que en mí convivían dos mundos? La cotidianidad de mi vida simple y la vastedad de mi imaginación, que nada tenía que ver con la realidad en la que vivía. El miedo al juicio ajeno, al ridículo quizás, me hizo guardar mis textos y poemas en la intimidad de mi ordenador personal, cosa que, por cierto, lamenté profundamente cuando el disco duro decidió dejar de funcionar y apenas pude recuperar todo lo que allí tenía guardado… fue una catástrofe… pero eso da para otra historia.
La evolución del miedo a la liberación
Y un día, hace un año, encontré esta plataforma que cambiaría mi relación con la escritura: Substack. No sé qué fue exactamente lo que me impulsó a publicar mi primer texto aquí y compartirlo. Tal vez la necesidad de comprobar si mis palabras resonaban en alguien más, o quizás el deseo de vencer mi propio temor. Lo cierto es que aquel primer texto publicado fue como lanzar una botella al océano sin esperar respuesta. Pero la respuesta llegó. Lectores desconocidos comenzaron a leerme, a comentar, a hacerme sentir que mis textos y versos no eran solo míos, sino de todos aquellos que los leían y les daban un nuevo significado.
Desde entonces, escribir y compartir se ha convertido en una parte fundamental de mi existencia en este último año. Ya no temo tanto que la gente de mi entorno descubra lo que escribo, aunque aún hay cierto pudor cuando pienso en que alguien cercano pueda haber leído algo mío. Todavía estoy aprendiendo a que la escritura no es solo un acto solitario, sino también un puente que conecta almas desconocidas a través del tiempo y el espacio. Escribir públicamente me está dando mucho más de lo que imaginé en mi infancia, cuando leía en las tardes de verano aquellas historias de aventuras. Me ha permitido encontrar una voz propia, descubrir que en mis textos y mis poemas hay un refugio, un hogar que siempre está y estará esperándome.
Reflexión final
Este año en Substack me ha servido para ser consciente de que el hecho de compartir mi escritura, no solo me libera a mí mismo, sino que también abre la puerta para que otros se vean reflejados en mis experiencias. Cada poema, cada cuento, reflexión o relato, es una oportunidad para tocar la vida de alguien más, para ofrecer una perspectiva, un consuelo, una nueva forma de ver el mundo.
Ahora entiendo que escribir es un arte que se nutre de la sinceridad y la autenticidad. No importa cuán imperfectas puedan parecer nuestras palabras; lo que realmente importa es la honestidad con la que las escribimos. Al dejar de lado el miedo al juicio, también hace que me dé cuenta que la escritura es una forma de libertad, una manera de ser verdaderamente yo mismo, sin titubeos ni restricciones.
Mirando hacia atrás, también caigo en la cuenta de que el miedo que sentí durante tanto tiempo a ser leído era, en realidad, una barrera auto-impuesta. La verdadera magia de la escritura radica en su capacidad para conectar a las personas, para crear un espacio donde las emociones y las experiencias pueden ser compartidas y comprendidas. Porque al final se trata de un acto de amor. Amor por las palabras, amor por la humanidad, amor por la posibilidad de transformar el dolor en belleza, la tristeza en comprensión, la soledad en conexión. Y ahora, cuando escribo, lo hago con la plena conciencia de que mis palabras no están destinadas a quedarse encerradas en un disco duro, sino a volar libres, buscando corazones donde puedan encontrar un hogar distinto al mío.
Es en esa liberación, en ese acto de compartir, donde creo que la escritura alcanza su máximo poder. Porque al final, no se trata solo de lo que escribimos, sino de lo que nuestras palabras pueden significar para otros. Y en esa comunión de almas, la poesía y la escritura encuentran su verdadero propósito: conectar, sanar y embellecer el mundo, palabra a palabra.
¡A por otro año más!
Gracias por leerme.
Gracias por estar. ❤️
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Enhorabuena Jaime. Te das cuenta lo rápido que pasa el tiempo? ☺️. Me alegro mucho que publicaras, que te decidieras a hacerlo y que a pesar de no poder publicar lo seguido que te gustaría, no hayas dejado de escribir poesía. Ya te lo he dicho alguna vez. Me parece muy difícil, es como abrir el alma de una manera especial y expresar las cosas con una belleza que pocos saben hacer.
Sigue adelante y con ánimo aunque a veces los días y la vida nos lo pongan difícil.
Un abrazo fuerte.
Qué bello, Jaime, gracias por compartir. Algo más que se produce cuando tú compartes tu interioridad es que, además de ofrecer un espejo para el otro y el disfrute de tu creación, muestras que es posible abrirse y publicar. La valentía es contagiosa. Así que gracias por compartirnos con cada carta un poco de ti. Un abrazo 🤗