Aunque lo mío es la poesía, me he atrevido a entrar en el mundo de los relatos cortos. Si veo que gusta, igual me vengo arriba y abro una sección dedicada, quién sabe. Dicho lo cual, espero que sea de tu agrado.
Desde el momento en que puse un pie en la casa, supe que había algo diferente en ella. No era solo por su arquitectura antigua ni por las vigas de madera que crujían bajo mis pies. Era una sensación, un cosquilleo en el aire, como si la casa misma estuviera viva, y esperara a ser descubierta. Estaba ubicada en la periferia de una aldea, muy alejada del bullicio y del mundo moderno, rodeada de un denso y verde bosque que parecía estar siempre en calma.
Me había mudado allí hacía solo unos días, buscando la tranquilidad y el sosiego después de años de vida agitada en la ciudad. Necesitaba un cambio, un lugar donde pudiera encontrarme a mí mismo de nuevo, lejos del mundanal ruido y de la constante presión. La casa apareció como una oportunidad única: su precio era sorprendentemente bajo, considerando su tamaño y el terreno que la rodeaba. Aunque sabía que necesitaría algunas reparaciones y reformas, el estilo antiguo de la casa, y su encanto, me cautivaron desde el minuto uno. Tenía la vaga sensación de que allí encontraría algo que había estado tiempo buscando, sin saberlo.
Aquel martes por la mañana, después de pasar una noche de sueños inquietos que hacía tiempo no recordaba, bajé a la cocina con la intención de prepararme un buen café. Los primeros rayos de sol ya se colaban por las ventanas, iluminando las partículas de polvo que flotaban en el aire. Todo parecía tranquilo, casi adormecido, en un silencio sepulcral. Pero esa paz fue interrumpida por un lejano golpe en la puerta del buzón, seguido de un sonido metálico. El viejo y destartalado buzón se hallaba al comienzo del camino hacia la casa, a unos 50 metros de distancia. Me asomé a la ventana, pero no logré ver a nadie con la bruma de la mañana. Tampoco esperaba ninguna correspondencia, ya que apenas había comenzado a actualizar mi dirección con amigos y familiares, además, pensándolo bien, ¿quién escribía cartas a estas alturas de la vida? Intrigado, salí al porche de la casa y caminé hacia el buzón. Paré un instante, mirando a la carretera, pero allí no había nadie. Únicamente se escuchaban mirlos que ya amanecían con sus cantinelas matutinas.
Al abrir el buzón, encontré una sola carta. Su sobre, amarillento y rugoso, tenía un aspecto antiguo que no se correspondía con los sobres de hoy en día. La tomé con cuidado, casi con reverencia, notando el peso inusual del papel en mis manos. Lo primero que me llamó la atención fue la fecha en el sello postal: 12 de agosto de 1924. ¡Un siglo exacto había pasado desde que esa carta fue enviada! La miré fijamente, sintiendo cómo el mundo a mi alrededor se desvanecía, dejándome solo con el eco de aquel tiempo lejano. El destinatario no era yo, sino un tal «Mansuet Pérez de Ayala». El nombre resonaba en mi mente con una familiaridad inquietante, aunque no podía recordar haberlo oído antes. Miré hacia la casa, preguntándome quién habría sido ese tal Mansuet y qué conexión tendría con este lugar. ¿Podría haber sido un antiguo residente? ¿Un hombre que había vivido aquí antes que yo, hace nada menos que un siglo?
Todo se tornaba inquietante, lejano y desconocido.
No pude resistir la curiosidad y me llevé la carta conmigo. La coloqué sobre la mesa del comedor, observándola por unos momentos antes de decidirme a abrirla. Me sentía extraño, como si estuviera a punto de cruzar los límites del tiempo, como si al romper ese sello, fuera a sumergirme en un misterio que había esperado un siglo para ser revelado.
Con las manos temblorosas, rompí el sello y deslicé la carta fuera del sobre. La letra, escrita con una caligrafía elegante y fluida, pertenecía claramente a otra época. Podía imaginarme a la persona que había escrito esas palabras, sentada en un escritorio de madera, con una pluma en la mano, inclinada sobre el papel con una mezcla de determinación y temor.
El mensaje escrito, que ahora parecía más un susurro del pasado, decía lo siguiente:
Estimado Mansuet,
Los tiempos mudan, mas nuestros destinos permanecen atados a este amado sitio. El arcano que guardamos ha sobrevivido, escondido entre las sombras, pero presto te será revelado. Cuando la luna llena brille sobre el viejo roble, sabrás que ha llegado el momento. Que nada te detenga. El pasado no se olvida, y nosotros tampoco.
Con eterna devoción,
Amelia.
El nombre de Amelia flotaba en mi mente, resonando como una campana a lo lejos. ¿Quién era ella? ¿Y qué arcano compartía con Mansuet? Sentí cómo un escalofrío recorría mi cuerpo, pensando en la mención del roble viejo. Me asomé a la ventana y allí estaba. Imponente, se erguía en el centro del jardín trasero, y sus ramas se extendían como brazos que buscaban abrazar el cielo. Parecía casi un guardián de la casa, testigo silencioso de todo lo que habría ocurrido aquí durante años.
Pasé el resto del día investigando, buscando cualquier pista sobre Mansuet o Amelia, pero no encontré nada. Los antiguos propietarios no habían dejado rastro de quiénes habían sido los primeros dueños de la casa. Frustrado, pero aún más decidido a descubrir la verdad, decidí que debía salir al jardín esa noche, cuando la luna estuviera en su punto más alto, iluminando el roble.
La noche caía rápidamente, y con ella llegó la luna llena, exactamente como mencionaba la carta. Su luz bañaba el majestuoso árbol, proyectando largas sombras que se extendían hacia la casa, como si quisieran alcanzarme. No pude sacudirme la sensación de que algo importante estaba a punto de suceder, algo que me involucraba directamente, aunque no entendía el qué.
Eran ya cerca de las once de la noche cuando, finalmente, me armé de valor. La casa estaba en completo silencio, pero el aire se sentía cargado, como si estuviera expectante. Abrí la puerta trasera y caminé hacia el roble, sintiendo cómo la humedad de la noche impregnaba el césped bajo mis pies. El árbol parecía aún más grande a la luz de la luna, sus ramas susurraban un lenguaje que no podía entender. Descansaba en un pequeño montículo de tierra, maleza y raíces enormes. Unas pequeñas escaleras alcanzaban su base.
Me detuve frente a él, buscando algún indicio, algo que me indicara qué debía hacer. Entonces, me fijé en una pequeña hendidura entre las raíces, casi imperceptible en la oscuridad, pero que destacaba entre sus sombras. Me acerqué, extendí la mano y toqué la hendidura, sintiendo una ligera vibración, como si el árbol respondiera a mi contacto.
Sin saber por qué, comencé a escarbar con las manos en aquel hueco. La tierra entre las raíces estaba húmeda y blanda, cediendo fácilmente. Tras unos minutos, mis dedos golpearon algo duro. Excitado, seguí escarbando hasta que, finalmente, desenterré una pequeña caja de madera. Estaba vieja y desgastada, pero aún intacta. La levanté con cuidado, sintiendo cómo mi corazón latía con fuerza. Una mezcla de emoción y nerviosismo recorrió todo mi cuerpo.
Volví a la casa con la caja en mis manos, decidido a abrirla y descubrir qué secreto había sido enterrado allí hace tantos años. La coloqué sobre la mesa del comedor, junto a la carta de Amelia y con manos erráticas levanté la tapa.
Lo que vi en su interior me dejó sin aliento. No era lo que esperaba. Dentro de la caja, había una serie de cartas, todas dirigidas a Mansuet Pérez de Ayala, pero lo que más me sorprendió fue un pequeño espejo de mano, con un marco de plata finamente trabajado. Parecía ordinario, pero al sostenerlo, noté que el vidrio tenía un leve brillo, como si contuviera algo más que un simple reflejo.
Al acercarlo a mi rostro, mi propia imagen comenzó a distorsionarse, y por un instante, vi a alguien más. Un hombre con ojos verdes, barba de tres días y cabello rizado, que me miraba con tal intensidad que me hizo dar un paso atrás. Pero no era solo su apariencia lo que me inquietaba; era la sensación de que él sabía algo sobre mí, algo que yo aún no había descubierto.
Dejé caer el espejo, asustado, y la imagen desapareció. Pero el temor permaneció.
La luna llena brillaba intensamente fuera, bañando la casa en su luz fría y pálida. El roble se alzaba en el jardín, y por un momento, creí ver una sombra moviéndose entre sus ramas. Algo se había despertado, algo que había estado dormido durante un siglo.
Me senté en el sofá, para tratar de calmarme, cuando de repente escuché un ruido suave detrás de mí. Un crujido, como si alguien estuviera caminando sobre el suelo de madera.
Me giré lentamente, pero no había nadie. Solo la casa, en su silencio habitual. Sin embargo, yo sentía una presencia, algo que no podía ver, pero que sabía que estaba allí, observándome. Cerré los ojos y una tremenda paz se apoderó de mí. En mi mente se dibujó la silueta de una mujer. Y poco a poco pude vislumbrar su figura, su cabello negro ondulado, vestido blanco y morado y porte victoriano. Tenía los ojos azules y una mirada apacible, sincera y que irradiaba mucho amor.
Abrí los ojos y fue entonces cuando lo entendí. La carta, la caja, el espejo... no eran solo recuerdos del pasado. Eran advertencias. La casa tenía su propio espíritu, su propia voluntad, y había estado esperando a alguien que descubriera su secreto.
Y ahora no tengo dudas, parecía ser yo ese alguien.
El silencio se volvió opresivo, y en ese momento, comprendí que el final de la historia aún no había llegado. Porque lo que había comenzado hace cien años no había terminado. No mientras yo estuviera aquí.
Y en el fondo de mi mente, una voz recurrente susurraba: «Mansuet».
Cerré los ojos una vez más y entonces escuché claramente: «Amelia».
Pero esta vez, era mi voz la que lo decía.
Fin
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Muy bueno. No localizo la forma de mandarte un mensaje. Es para una colaboración en el blog de relatos.
Me ha gustado es muy interesante