La casa y la gata
Relato corto #003 - Incluso en la más profunda desesperación puede nacer una esperanza que ilumine el camino hacia un nuevo comienzo.
En un pequeño y remoto pueblo rodeado de montañas y bosques frondosos, una joven profesora de secundaria, llamada Helena, llegó buscando un refugio donde pudiera sanar las heridas de un pasado lleno de angustias. Entre las opciones que le ofrecieron en la inmobiliaria, se sintió inexplicablemente atraída por una antigua casa de piedra, situada al final de un camino serpenteante. La casa se alzaba solitaria, como una atalaya silenciosa que observaba al mundo y al pueblo desde su apartado rincón. Los aldeanos hablaban poco de ella, y cuando lo hacían, murmuraban en voz baja, como si alguien fuera a escucharles.
El jardín que rodeaba la casa estaba completamente desbordado de vegetación salvaje; parecía que la naturaleza se esforzaba por recuperar el terreno perdido. Al llegar, sintió algo extraño, pero lo atribuyó al cansancio del viaje y al aire frío de la montaña. La casa la atraía de una manera que no podía explicar; sus muros de piedra susurraban promesas de olvido, de dejar atrás todo aquello que deseaba enterrar en su memoria, su pasado tumultuoso.
Era lunes y comenzaba la semana. Helena había pasado todo el fin de semana ordenando cosas y adaptándose a la casa y al entorno. Ese día tenía una entrevista a las cinco de la tarde en el colegio del pueblo. Se preparó, dejó todo listo y ordenado, y se dispuso a salir. A la vuelta pasaría por el supermercado para hacer una compra y así ir llenando la despensa.
Al atardecer, alrededor de las siete y media, regresó contenta de la entrevista. En dos semanas comenzaría a dar clases en el colegio, al inicio del curso. Aparcó el coche delante del camino hacia la casa, y entonces algo la sobresaltó. Una habitación en el piso de arriba estaba iluminada por una luz amarilla, muy intensa, aunque ella estaba segura de haber apagado todo antes de salir. Entró hasta la cocina para dejar las bolsas de la compra y, algo nerviosa, subió por las escaleras hacia el cuarto iluminado. Al entrar, no encontró a nadie; todo parecía normal. La luz estaba apagada, pero es que además, al margen de eso, también cayó en la cuenta de que todas las bombillas de la casa eran de color blanco cálido.
Aquello la dejó bastante inquieta.
El día seguía oscureciendo, y en la penumbra, los pasillos parecían más largos de lo que eran a plena luz del día. Cada sombra parecía moverse con vida propia. Se convenció de que aquella luz encendida era producto de su sugestión, quizá algo provocado por la falta de costumbre de vivir en una casa tan grande, y se dijo que pronto se adaptaría al nuevo entorno.
Sin embargo, los fenómenos insólitos continuaron. Esa misma noche, escuchó unos ruidos singulares, como pasos que no podían ser, pues ella era la única que estaba allí. Era un sonido sutil, apenas un roce, como si alguien caminara descalzo por la casa arrastrando sus pies. Con el corazón en un puño, intentó ignorarlo y trató de dormir. Pero aquellos pasos se hicieron más evidentes; alguien parecía moverse por las habitaciones vacías, siempre manteniéndose fuera de su alcance. Cerca de la medianoche, un maullido estridente y seco hizo cesar los pasos, y entonces se hizo el silencio. El sonido provenía del exterior. Sorprendida, miró por la ventana y vio a una gata de pelaje tricolor sentada en el umbral de la puerta. Automáticamente supo que era una gata y no un gato, porque solo ellas nacen con tres colores. Sus ojos, de un intenso color naranja, brillaban bajo la luz tenue de la luna llena.
Aquella gata comenzó a aparecer cada noche, sentándose en el mismo lugar, observando la casa con una intensidad que Helena no entendía. Desde que la gata apareció, los pasos dejaron de oírse. No obstante, la presencia del felino despertaba en ella sentimientos encontrados. Por un lado, la tranquilizaba, pero también le provocaba una inquietud más profunda; era como si aquel pequeño animal supiera algo que ella ignoraba. Instintivamente, la llamó Maia, un nombre que surgió de algún rincón de su memoria.
Con el paso de los días, se hizo evidente que no podía seguir ignorando los misteriosos sucesos nocturnos. Aunque ya no escuchaba pasos, persistían los ruidos de cañerías, grifos goteando, vientos ligeros pero extraños colándose por las ventanas, y susurros ininteligibles que parecían surgir desde el fondo de los pasillos. La casa parecía viva, como si alguna presencia oculta la habitara.
En su séptima noche, Helena se despertó súbitamente al escuchar un lamento profundo, seguido por los maullidos repetidos de Maia. Parecían provenir del piso de abajo, del salón. Tomó un bastón de leña que había dejado a los pies de su cama y bajó por la escalera, siguiendo los sonidos. La gata estaba encima de la mesa del comedor, mirando hacia la puerta del sótano, un lugar que Helena había evitado desde su llegada. Se acercó cautelosamente y entornó la puerta levemente, solo para escuchar mejor. Maia brincó de la mesa y se coló por la puerta, escaleras abajo.
Armada de valor, la siguió, llamándola insistentemente, pero se detuvo al final de la escalera. El sótano estaba húmedo y oscuro, con paredes de piedra que rezumaban una antigüedad que la hacía sentirse pequeña e insignificante. La única luz visible provenía de la luna llena, que se colaba a través de un viejo ventanuco, apenas suficiente para ver a Maia, que se detenía en el centro de la estancia, mirando fijamente hacia un rincón oscuro.
Helena buscó un interruptor de luz, pero no lo encontró. Avistó una linterna en un estante cercano, la encendió y se acercó lentamente al rincón. Sus dedos temblaban al sostener la linterna, y su corazón latía con fuerza, cada latido resonaba en sus oídos. Allí, en la pared, grabado en la piedra, había un símbolo antiguo, desgastado por el tiempo. Sus dedos se detuvieron a centímetros del símbolo. Algo en su interior gritaba que no lo hiciera, pero la curiosidad, o tal vez una fuerza desconocida, la empujó hacia adelante. Con un último suspiro, su mano tocó el frío metal.
En ese preciso momento, la casa pareció despertar de un largo letargo. El aire se volvió denso y pesado, como si la misma oscuridad cobrara vida. En el centro de aquella estancia empezó a formarse una sombra, con aspecto humanoide, que intentaba acorralar a Helena y a Maia contra la pared. Aquella sombra crecía y crecía, sus formas vagamente humanas se distorsionaban en algo monstruoso, hasta que intentó echarse encima de ellas.
Pero Maia, con un rugido feroz, se lanzó contra la sombra. Sus garras brillaron en la penumbra mientras se hundían en la negrura, desgarrando lo intangible. La sombra se retorció, pero no pudo resistir el impacto, disipándose como humo. Un sonido sordo y pesado resonó en las paredes, y la atmósfera se volvió opresiva. De repente, todas las puertas y ventanas de la casa comenzaron a cerrarse con un ensordecedor estruendo, desde lo más alto del desván hasta la última en cerrarse, la puerta del sótano, atrapándolas en su interior.
Helena corrió hacia la puerta. Bloqueada. Giró el pomo, pero no se movía. El pánico la invadió, su respiración se aceleraba a mil por hora mientras miraba desesperadamente a su alrededor. Maia, con un maullido fuerte y decidido, llamó su atención. La gata estaba junto a un pequeño armario en el fondo del sótano, uno en el que no había reparado. Maia rascó la puerta de madera, mirándola, como instándola a abrirla.
Sin otra opción, Helena agarró con decisión el pomo de la puertita y… ¡cómo es posible! ¡aquello no era un armario! Era una especie de pasadizo, oscuro y estrecho. Maia rápidamente se deslizó, perdiéndose en la oscuridad. Helena la siguió, bajando por aquella suerte de galería estrecha por la que apenas cabía, serpenteando hacia lo desconocido. Caminaba en cuclillas, sintiendo cómo el pasadizo se cerraba a sus espaldas. El aire estaba cargado y húmedo, se podían sentir los latidos de la casa, como si tuviera un corazón propio. Tras lo que parecieron ser interminables minutos de descenso, llegaron a un rellano. Unas largas escaleras se alzaban hasta una pequeña salida que daba al exterior, oculta entre la maleza del jardín, frente a la casa y junto al camino de entrada.
Ambas salieron al aire libre, jadeando. La puerta se cerró tras ellas, desapareciendo entre la maleza como si nunca hubiera existido. El cielo comenzaba a iluminarse con los primeros rayos del amanecer, y la casa, ahora en silencio, se erguía imponente, como una sombra oscura en contraste con el horizonte.
Con el corazón aún acelerado, Helena sabía que no podía quedarse un minuto más. La casa había revelado su verdadera naturaleza, allí habitaba una presencia que no deseaba compañía alguna. Las llaves del coche estaban en la cocina, miró una vez más hacia la casa y entonces pudo ver una oscura figura inmóvil en la puerta, así como, de nuevo, aquella inexplicable e intensa luz amarilla encendida en la habitación de arriba. Estaba claro que no iba a entrar otra vez en esa casa, así que tomó a Maia en brazos y, desesperada, comenzó a caminar por el arcén de la carretera, hacia el pueblo.
Mientras se alejaban, Helena no volvió a mirar atrás, pero sentía que la casa la estaba observando, como una bestia herida que esperaba pacientemente a su próxima víctima. Sabía que algún día alguien más llegaría, alguien que, como ella, buscaría refugio en sus muros. Pero Helena solamente quería olvidar.
Aquel endiablado inmueble la despojó de lo poco que le quedaba, dejándola en la ruina total, pero el destino le permitió encontrar a Maia, su salvadora, su nueva compañera. El resto de su vida, guardaría por siempre una inmensa gratitud hacia ella, recordando que, en ocasiones, incluso en la más profunda desesperación puede nacer una esperanza que ilumine el camino hacia un nuevo comienzo.
Fin.
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Mw encantó!!!
Un gran relato!