Había una vez un hombre llamado Andrés, que llevaba una vida tranquila y apacible en un pequeño pueblo rodeado de montañas. Andrés era un hombre de pocas palabras, un lector empedernido que encontraba su mayor alegría en los libros y la naturaleza. Vivía solo en una cabaña, a orillas de un río que había heredado de sus abuelos, con la única compañía de su perro, Sultán, y de los libros que lo transportaban a mundos lejanos.
Un día, durante una de sus caminatas matutinas por el bosque, Andrés se encontró con una mujer que nunca antes había visto en el pueblo. Era de mediana estatura, de cabellos color plata y ojos que brillaban como dos esmeraldas bajo la luz del sol. La mujer estaba sentada en un tronco caído, mirando hacia el río que corría cerca. Parecía perdida en sus pensamientos, pero cuando Andrés se acercó, levantó la vista y le sonrió con una dulzura que le desconcertó.
—Hola. —dijo Andrés, un poco nervioso. —No te había visto por aquí antes.
—Me llamo Mariana. —respondió ella, sin añadir más.
Se produjo un silencio incómodo entre los dos. Andrés no sabía qué decir. Las palabras, que siempre habían fluido con facilidad en sus conversaciones con amigos del pueblo o en sus diálogos internos con personajes ficticios de los libros que leía, ahora parecían estar bloqueadas. Mariana, por su parte, mantenía la sonrisa, pero no parecía tener intención de continuar la conversación.
Los días pasaron, y Andrés no podía dejar de pensar en Mariana. Su rostro aparecía en su mente cada vez que abría un libro, cada vez que miraba el río desde su ventana. Un día, decidió salir a buscarla. Volvió al lugar donde la había visto por primera vez, y para su sorpresa, allí estaba de nuevo, sentada en el mismo tronco, mirando el río.
—Hola otra vez. —saludó Andrés, intentando sonar más seguro, más decidido.
—¡Hola! —respondió Mariana con la misma sonrisa que en su primer encuentro.
Andrés intentó entablar conversación. Le preguntó de dónde venía, qué hacía en el pueblo, pero sus respuestas eran breves, casi monosilábicas. A pesar de ello, algo en la presencia de Mariana le atraía poderosamente la atención. Había en ella un misterio que Andrés no podía descifrar, y eso le intrigaba tanto como le desesperaba.
A lo largo de las semanas, Andrés y Mariana continuaron viéndose en el bosque. Caminaban juntos en silencio, a veces durante horas. Mariana rara vez decía algo más allá de un «sí» o un «no», pero Andrés se dio cuenta de que, de alguna manera, ese silencio compartido había comenzado a llenarle de paz. Ya no se sentía incómodo al no tener nada de qué hablar con ella; en su lugar, se encontraba disfrutando de su simple compañía, de la tranquilidad que le aportaba estar a su lado.
Un día, mientras caminaban por un sendero lleno de hojas caídas, Mariana se detuvo de repente y miró a Andrés a los ojos sosteniendo sus manos.
—¿Por qué sigues viniendo a verme? —preguntó suavemente.
Andrés quedó sorprendido por la pregunta. No era algo que hubiera pensado conscientemente, pero en ese momento, las palabras que siempre le habían faltado esta vez finalmente surgieron.
—Porque contigo, el silencio no es incómodo —dijo Andrés—. Porque cuando estoy contigo, siento que no necesito hablar para entenderte.
Mariana lo miró durante un largo momento. Luego, algo en su expresión cambió, y por primera vez, Andrés vio una emoción más profunda en sus ojos.
—Yo también siento lo mismo —respondió ella, y por primera vez, Andrés notó una calidez en su voz.
Desde ese día, la relación entre Andrés y Mariana floreció de una forma extraña, pero maravillosa. No necesitaban palabras para comunicarse; compartían un entendimiento silencioso que solo ellos comprendían. El amor que nació entre ellos fue distinto a cualquier otro: un amor basado en la aceptación, en el respeto por los silencios y en la conexión más allá de las palabras.
El silencio se convirtió en el pilar de su relación. Cada paseo, cada momento compartido sin necesidad de hablar, fortalecía un vínculo que pocos en el pueblo entendían. Andrés comenzó a darse cuenta de que su vida, antes tan llena de palabras y pensamientos constantes, se había transformado por completo gracias a Mariana. Había aprendido a apreciar la quietud, a encontrar la belleza en el simple hecho de estar presente. Antes, cuando se sentía ansioso o perturbado, buscaba refugio en los libros, intentando perderse en las palabras de otros para escapar de sus propios pensamientos. Ahora, simplemente buscaba refugio en Mariana. Su compañía era suficiente para calmar su mente, para llevarlo a un estado de paz que nunca había conocido.
Mariana, por su parte, también había cambiado. Aunque seguía siendo una mujer de pocas palabras, la presencia de Andrés la hacía sentir comprendida y aceptada de una manera que nunca antes había experimentado. Había conocido a personas en su vida que intentaban llenar cada momento de silencio con conversaciones triviales, que buscaban constantemente temas de los que hablar por miedo a la incomodidad que el silencio podía provocar. Pero Andrés no era así. Con él, Mariana podía ser ella misma sin temor a ser malinterpretada o juzgada por su aparente falta de interés en las conversaciones banales.
Juntos, descubrieron que el silencio era una forma de amor. Cuando uno de ellos tenía un mal día, no necesitaban hablar de ello. Bastaba con que se sentaran juntos, sintiendo la calidez de la compañía del otro, para que el dolor o la frustración se disiparan lentamente. Aprendieron a consolarse mutuamente con gestos simples: un abrazo, una mano en el hombro, una sonrisa. Estos pequeños actos de amor eran su forma de decirse «te entiendo» sin necesidad de pronunciar una sola palabra.
Un día, mientras caminaban por la orilla del río, Mariana se detuvo para recoger una pequeña piedra lisa que brillaba bajo el sol. La sostuvo en su mano, observándola con detenimiento, y luego se la entregó a Andrés.
—Para que la guardes. —dijo, con su voz suave y aterciopelada.
Andrés tomó la piedra en su mano y la guardó en su bolsillo sin decir nada. A partir de ese momento, cada vez que sentía la necesidad de reconfortarse o de sentir la tranquilidad que Mariana le traía, sacaba la piedra del bolsillo y la sostenía en su mano. Era un pequeño recordatorio del poder del silencio, del amor que habían construido entre los dos, sin necesidad de palabras.
Los años pasaron, y Andrés y Mariana continuaron viviendo su vida en paz y armonía, rodeados de la naturaleza que tanto amaban. Sus vecinos, que al principio habían visto su relación con escepticismo y curiosidad, llegaron a admirar la conexión especial que ambos compartían. Para muchos, su relación se convirtió en un ejemplo de cómo el amor no siempre necesita expresarse con palabras. El simple hecho de estar juntos, de acompañarse en silencio, era suficiente para ellos.
Cuando Andrés y Mariana ya eran mayores, se sentaron en su porche, para observar cómo el sol se ponía tras las montañas. El cielo estaba teñido de colores cálidos, y el aire era fresco y limpio. Andrés, como solía hacer a menudo, sacó la pequeña piedra que Mariana le había dado años atrás y la sostuvo en su mano. Mariana lo observó en silencio, esbozando una sonrisa, sabiendo exactamente cómo se sentía en ese momento.
Andrés se volvió hacia ella y, por primera vez en mucho tiempo, sintió la necesidad de expresar lo que había estado en su corazón durante todos sus años juntos.
—Mariana… —dijo, rompiendo el silencio con una voz suave—, gracias por enseñarme el valor del silencio. Gracias por mostrarme que no necesitamos de las palabras para amarnos, para entendernos.
Mariana sonrió, con una lágrima de felicidad asomando en sus ojos. No necesitaba responder, porque sabía que Andrés ya comprendía. Le tomó la mano y juntos miraron cómo el sol desaparecía en el horizonte, envueltos en un silencio lleno de amor, un silencio que había tejido los hilos de su vida juntos, un silencio que, para ellos, era el sonido más hermoso del mundo.
Fin
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Qué precioso, Jaime, el poder del silencio en compañía. ¡Ay, me ha encantado!🥰
Me encantó la historia. Y es una realidad son pocas las personas con las que podemos conectar de esa manera. Y el silencio es la forma más pura de conexión con otro ser humano. Quien sabe respetar y valorar tu silencio es alguien que realmente te ama. Gracias por recordármelo.